Cultura, lenguaje y representación / Culture, Language and Representation
Ripoll León, Verónica y Mendieta, Elios (2025): El habla neorrural en la literatura española. Recuperación y afectividad por el lenguaje del entorno natural en las obras de María Sánchez y Andrea Abreu. Cultura, Lenguaje y Representación, Vol. XXXVI, 183-199
ISSN 1697-7750 · E-ISSN 2340-4981
Universitat Jaume I
El habla neorrural en la literatura española. Recuperación y afectividad por el lenguaje del entorno natural en las obras de María Sánchez y Andrea Abreu
Neo-Rural Speech in Spanish Literature. Recovery and Affection for the Language of the Natural Environment in the Works of María Sánchez and Andrea Abreu
Verónica Ripoll León1
Universidad Carlos III de Madrid
https://orcid.org/0000-0003-3436-0509
Elios Mendieta
Universidad Complutense de Madrid
https://orcid.org/0000-0001-8753-9102
Artículo recibido el / Article received: 2024-10-30
Artículo aceptado el / Article accepted: 2025-03-17
Resumen: En las últimas décadas, la literatura española ha experimentado un resurgimiento de la temática rural, impulsado por una nueva generación de autores que exploran la vida y el lenguaje del campo. Este artículo se centra en dicha tendencia, conocida como neorruralismo, y analiza las obras de dos jóvenes escritoras, María Sánchez —Cuaderno de campo (2017), Tierra de mujeres (2019), Almáciga (2020) y Fuego la sed (2024)— y Andrea Abreu —Panza de burro (2020)—, poniendo de relieve cómo utilizan el habla rural en sus textos para preservar su riqueza y establecer conexiones afectivas con sus raíces. El análisis revela que el lenguaje literario puede actuar como un medio de resistencia cultural frente a la homogeneización lingüística de un mundo globalizado. A través de su escritura, Sánchez y Abreu contribuyen a la revalorización de lo rural, transformándolo en un espacio de memoria, afecto y resistencia que desafía las narrativas tradicionales.
Palabras clave: neorruralismo, literatura española actual, lenguaje, afectividad, María Sánchez, Andrea Abreu.
Abstract: In recent decades, Spanish literature has seen a resurgence of rural themes, led by a new generation of authors who delve into the life and language of the countryside. This article focuses on this trend, known as neo-ruralism, and analyses the works of two young writers, María Sánchez—Cuaderno de campo (2017), Tierra de mujeres (2019), Almáciga (2020) and Fuego la sed (2024)—and Andrea Abreu—Panza de burro (2020)—. It highlights how they use rural speech in their texts to preserve its richness and foster affective connections with their roots. The analysis reveals that literary language can act as a form of cultural resistance to the linguistic homogenisation of a globalised world. Through their writing, Sánchez and Abreu contribute to the revaluation of the rural, transforming it into a space of memory, affection and resistance that challenges traditional narratives.
Key words: neo-ruralism, current Spanish literature, language, affectivity, María Sánchez, Andrea Abreu.
1. LA LITERATURA NEORRURAL ESPAÑOLA: LENGUAJE Y AFECTIVIDAD
En las primeras décadas del siglo XXI, la literatura inclinada hacia lo local y, en concreto, hacia lo rural, ha cobrado una gran fuerza. Iniciada por una generación de jóvenes autores españoles, nacidos y criados en democracia, muchos de ellos provenientes de entornos urbanos (Gómez Trueba, 2022: 9), la literatura neorrural ha conseguido arraigarse en el panorama de las letras españolas. Vicente Luis Mora (2018: 201) considera que esta proliferación de literatura centrada en lo campestre nació con la expectativa generada por la publicación de la novela de Jesús Carrasco, Intemperie (2013), situándose, así, como la pionera del género. Esta misma idea la comparte Arkaitz Ibarretxe Diego (2023), quien remarca la relevancia de la referida novela de Carrasco porque tiene la fuerza de espolear la publicación, de forma prolífica, de novelas de temática rural.
Sin embargo, antes del auge experimentado en los últimos años, la temática rural ya había gozado de un notable apogeo en la literatura española. Si se retrocede varios siglos, se detecta un lejano antecedente en la obra Menosprecio de corte y alabanza de aldea, aparecida en torno a 1539 y escrita por Antonio de Guevara, después de que este abandonase desencantado la Corte, donde de tantos privilegios había disfrutado, para retirarse a un convento vallisoletano. La obra constituye un prolongado sermón moral en defensa de la vida natural y debe entenderse como un alegato a favor de «la aldea (como lugar material y espiritual), disfrute de lo propio, y purgación virtuosa del hombre […]. Un recorrido por los goces campestres, por los privilegios materiales que la naturaleza ofrece (agua, aire, comidas), y que son contrapunto de la vida artificial de la corte» (Rallo Grus, 1984: 64-65). No obstante, los antecedentes más directos se encuentran en el pasado siglo. A este respecto, se ha de referir la labor de la generación del 98, en la que pueden destacarse las obras de Ciro Bayo, Miguel de Unamuno, Pío Baroja2, Azorín o Antonio Machado, entre tantos otros, donde, aun no siendo su característica principal, se hizo presente cierta nostalgia, que retomarán los neorrurales, en el uso del lenguaje. Así, por ejemplo, en uno de los textos que conforman Los pueblos (1905), Azorín describía su asombro al llegar a Santander tras recorrer varias poblaciones del norte de la Península. Allí, al encontrar un local en el que se podía leer la palabra botica, el escritor alicantino evocaba con tristeza el uso de este castizo término durante su infancia, reemplazado ya entonces en la mayoría de los espacios modernizados por el de farmacia (Azorín, 1914: 79)3.
En la segunda mitad del siglo, numerosos autores también prestaron atención a lo rural. Podemos destacar la obra de Miguel Delibes, Félix Grande, Elena Santiago, Juan Pedro Aparicio, Jesús Moncada, Luis Mateo Díez, Moisés Pascual Pozas, Ramón Acín, Julio Llamazares, J. Á. González Sainz, Luis Marigómez, Isabel Cobo o Xurxo Borrazás. Rosa María Díez Cobo (2017: 14) considera La lluvia amarilla (1988) de Llamazares una obra fundamental en la narrativa rural, clave para el resurgimiento de esta temática. Recientemente, el propio Llamazares ha destacado el papel de su novela como precursora de las nuevas formas de narrar lo rural, describiéndola como el relato del «fin del mundo rural tal como lo conocimos» (Tanarro, 2024: 313).
En las obras de temática rural de Aparicio, Mateo Díez o Llamazares, al igual que ocurría con las de Miguel Delibes, el lector podía apreciar el cariño por ese espacio rural de la infancia recreado en la narrativa. Sin embargo, muchos autores de la nueva corriente neorrural, según analiza Teresa Gómez-Trueba, optan por una «revisión desmitificadora de la vieja idealización del retorno a la aldea» (2022: 105). Las obras de las autoras que aquí analizaremos, María Sánchez y Andrea Abreu, conectan con esa nostalgia de la literatura rural de los últimos años del pasado siglo, aunque no desde el precepto de idealización, especialmente debido a la denuncia que ambas realizan de comportamientos sociales discriminatorios. Ahora bien, en sus obras impera la reflexión sobre el lenguaje empleado en el campo, lo cual no había sido una característica destacada hasta la llegada de esta literatura neorrural.
Otra obra imprescindible para esta nueva corriente será la publicación de La España vacía (2016), de Sergio del Molino. La aparición de este ensayo situó sobre el escenario social y político la preocupación que ya había anticipado Llamazares en su novela de finales de los ochenta, y que se ha agravado desde entonces: el abandono progresivo por parte de la población de numerosas áreas rurales del país. José Luis Calvo Carilla (2022: 69-70) relaciona el surgimiento de este movimiento neorrural con el impacto de La España vacía, y subraya la notable repercusión mediática del ensayo de Del Molino. Asimismo, este impulso ha sido fortalecido por el «clima social de reivindicación de lo rural, materializado en las revueltas de la España Vaciada y en el surgimiento de partidos políticos con propuestas centradas en la situación de estos territorios» (Molina Gil, 2024: 534).
En este contexto, la cuestión del lenguaje y el determinado uso —y pérdida— de palabras en las regiones que se deshabitan es también objeto de reflexión por parte del autor, lo que subraya la importancia del mismo al abordar este fenómeno. Las diferentes propuestas terminológicas que han surgido en los últimos años reflejan esta problemática. Curiosamente, la ciudadanía parece haberse decantado por el término de España vaciada (Verón Lassa y Hernández Ruiz, 2022: 235-259), mientras que, en clave literaria, Paco Cerdá definió los amplios territorios donde se produce la despoblación como Laponia española (2017). Por su parte, Carlos Taibo prefiere utilizar el concepto de Iberia vaciada (2021). Algunos investigadores incluso han considerado que la literatura neorrural ha de verse como un «subgénero dentro de la literatura de la crisis» (Champeau, 2019: 33). La propia María Sánchez, sin embargo, se ha revelado contra esta nomenclatura: «No somos la España vacía. Somos un territorio lleno de vida. De personas, de historias, de oficios, de comunidades» (2019: 96), denunciando, además, que, en la mayoría de casos, quienes han escrito sobre el medio rural han sido hombres sin vínculo alguno con el medio (Sánchez, 2019: 94).
En lo que se refiere a la nómina de autores que, en este primer cuarto de siglo y especialmente a partir de la publicación de Intemperie, han explorado en sus trabajos enfoques neorrurales, esta es considerable, como ha demostrado Gómez Trueba (2022: 101-131). A los ya citados en este artículo, se pueden añadir Santiago Lorenzo, Marta Sanz, Pilar Adón, Emilio Bueso, Alberto Olmos, Pilar Fraile, Sara Mesa, Lara Moreno, Iván Repila o Daniel Gascón. El interés, en la actualidad, no decae. Sirva como ejemplo la publicación de la reciente novela La península de las casas vacías (2024) de David Uclés, obra que transcurre en la pequeña población de Jándula —trasunto de la localidad jiennense de Quesada—. José María Pozuelo Yvancos ha destacado, justamente, cómo lo más interesante de esta nueva literatura rural y, en concreto de esta novela, estriba en el uso del lenguaje. En la obra de Uclés, dice, hay «un punto de vista neorrural de vuelta al sabor de las palabras, de cómo se denomina el fruto primero de la higuera, las brevas, la matanza del cerdo en un pueblo u otros ritos comunales» (2024: 7). El narrador de La península de las casas vacías explica, de un modo que recuerda a la escritura de María Sánchez:
Las brevas, para quienes lo desconozcan, son los higos que da la higuera en la primera de sus dos cosechas anuales, cuyos brotes se van fraguando desde el invierno en la madera vieja del árbol […]. Estas brevas, o albacoras, eran muy preciadas en Jándula, igual de dulces que el resto de higos, pero con un toque ácido. Contienen un jugo espeso y rojo, de un matiz intenso como los granos de una granada, que en el pueblo llamaban «almuco». Su sabor recuerda a la miel de castaño, a la pera y al limón.
(Uclés, 2024: 46)
Pero son más los términos recogidos por Uclés que tienen relación con lo rural. El autor no solo menciona plantas comunes como la azucena o el nomeolvides, sino que también rescata especies autóctonas como la chuza, una flor que enfría lo que toca y que se empleaba en medicina tradicional como anestésico (Uclés, 2024: 69). De igual modo, alude a tradiciones propias del siglo pasado, como la costumbre de ir a ligar a un bar, que en aquel entonces significaba reunirse con amigos, ya que «la ‘liga’ era el tapeo acompañado de varias cervezas o vinos, generalmente antes de la hora de la cena, tras el tajo en el campo» (Uclés, 2024: 104).
Esta profundidad en el lenguaje y las costumbres evidencia cómo el neorruralismo supone un espacio de reflexión y autoconocimiento, una de las cuatro modalidades que, según Calvo Carilla (2022: 69), conforman esta tendencia en las letras hispánicas. A las obras que adoptan una mirada regeneracionista, las que tratan el retorno a lo rural desde una perspectiva distópica, y las novelas idilio, se suma esta última variante. En este grupo que da importancia a la introspección se sitúan igualmente los trabajos de las escritoras que estudiaremos a continuación, donde, como suele ocurrir en aquellas obras que plantean una mirada rural desde la propia experiencia, la reflexión por el lenguaje adscrito al territorio es un tema destacado.
Para María Sánchez y Andrea Abreu, la recuperación del lenguaje del campo es una forma de preservar una parte fundamental de su identidad personal y familiar. Así lo expresa Sánchez cuando afirma: «Soy lo que soy gracias a mi infancia. Desde pequeña, siempre supe que quería ser veterinaria de campo, como mi abuelo. Pasé mis años de niña con él, entre animales, en el huerto» (2019: 15). De manera similar, Abreu señala: «A veces siento que tengo más en común con la generación de mis abuelos que con la de mis padres» (Gómez Santo Tomás, 2020). Ambas reflejan una relación afectiva con el lenguaje del entorno rural; sus palabras y modos de expresión trascienden lo meramente comunicativo, convirtiéndose en vínculos emocionales que evocan el habla de sus abuelos, la voz de una historia familiar.
Esta mirada cargada de nostalgia, especialmente hacia la infancia, se combina en ellas con una perspectiva feminista y una ética del cuidado que rehúye la visión de inferioridad con la que tradicionalmente había sido percibida al estar asociada a lo femenino. Pero son características que no solo se encuentran en las obras de Sánchez y Abreu, sino en toda una generación de escritoras jóvenes que han encontrado en la vida rural y en su lenguaje un espacio literario privilegiado para su escritura. A ellas se suman autoras como Elisa Victoria, Ángela Segovia, Jenn Díaz, Miren Amuriza, Irene Solà, Ana Iris Simón, Julia Viejo o Paula Melchor, entre otras, quienes también se inscriben en el género neorrural y, en muchos casos, en la corriente de la ecoficción feminista4, perspectiva práctica desde la cual, como asevera Margarita Carretero González, «puede estudiarse el modo en que hombres y mujeres del mismo período perciben la naturaleza, se relacionan con ella y escriben sobre ella» (2010: 184).
En este sentido, un punto en común entre todas ellas, que no se manifiesta del mismo modo en la literatura escrita por sus homólogos masculinos, es la posición central que le otorgan a «los valores de respeto, amor, amistad, confianza y reciprocidad, valores que presuponen que nuestras relaciones con otros son cruciales para entender quienes somos» (Warren, 2003: 86). La ética ecofeminista rechaza el individualismo abstracto, aspecto que también se observa en estas obras y que es consecuencia de lo anterior, dado que el respeto y el afecto por los otros conlleva una preocupación por lo colectivo y por el contexto histórico y espacial en el que habitan y se relacionan los personajes. Asimismo, se subraya la importancia de los sentimientos y las emociones, a través de una mirada afectuosa a los otros, ya sean humanos o no.
La selección de las obras de Sánchez y Abreu se fundamenta, por tanto, en su preocupación por la recuperación del lenguaje rural, así como en el valor otorgado a los afectos, especialmente a la ternura. Sus obras ofrecen una perspectiva literaria en la que el lenguaje no solo describe, sino que preserva y transforma, funcionando como un vehículo de identidad que resiste ante la pérdida de raíces. Esta capacidad del lenguaje para conectar a los individuos con su historia y su entorno se convierte en una herramienta vital para entender la complejidad de las relaciones humanas —y no humanas, en el caso de Sánchez—, creando un espacio donde la memoria y la identidad se entrelazan con la esperanza de un futuro más sostenible y respetuoso. Su escritura no solo actúa como un reflejo de la realidad de la vida en el campo, sino también como resistencia.
2. MARÍA SÁNCHEZ Y LA RECUPERACIÓN DE PALABRAS RURALES EN PELIGRO DE DESAPARICIÓN
Una de las autoras que más destacan en su interés por la recuperación de las palabras del medio rural y por la reivindicación del papel de las mujeres es María Sánchez. Nacida en Córdoba, en 1989, es veterinaria de campo y escritora. Hasta la fecha, ha publicado dos libros de poemas, Cuaderno de campo (2017) y Fuego la sed (2024); el ensayo personal Tierra de mujeres. Una mirada íntima y familiar al mundo rural (2019); y el glosario, también ensayístico, Almáciga. Un vivero de palabras de nuestro medio rural (2020).
Expone Juana María González García que Cuaderno de campo es un libro «que concibe la palabra poética como una semilla que puede dar fruto en muchos y diversos lugares y que subraya la necesidad de implantar una nueva forma de relacionarse con la naturaleza en la sociedad contemporánea» (2024: 39). Esta idea, la de la palabra como semilla que se ha de cuidar y que puede ser trasplantada, subyace en toda la obra de Sánchez, y también está presente en la importancia que le da al lenguaje Abreu en su Panza de burro. Junto a la recuperación de palabras, otra de las claves de la obra de Sánchez es la manera en que destaca los lazos afectivos que la unen a los miembros de su familia, especialmente a las mujeres. Cuaderno de campo nació precisamente en el huerto de su abuela Carmen, una mañana en la que ayudaba a su madre a recoger laurel (Sánchez, 2019: 156). La ternura se convierte, así, en un eje central de su escritura y en la expresión misma de esos lazos: «su voz llena de ternura / su voz / cuna nido madriguera» (Sánchez, 2017: 20).
Rosa Berbel apunta que los poemas de Sánchez revelan «una comprensión salvaje y extrema de la ruralidad», en los que a su vez tienen cabida «la belleza, la ternura y el diálogo con la tradición» (2022: 300). Este enfoque es abordado igualmente en la obra de Abreu, donde la ruralidad se presenta como un espacio de afecto que desafía la alienación contemporánea. La palabra ternura que escoge Berbel resulta especialmente significativa, pues sugiere que esta relación renovada con el campo va más allá de la estética: es una postura ética y emocional. En Almáciga, Sánchez reflexionará de igual modo sobre este sentimiento al preguntarse: «¿Por qué no contemplar también la palabra ternura como una herramienta de la semilla y de la tierra?» (2020: 82).
En lo que respecta a su segundo poemario, Fuego la sed, María Sánchez explora una memoria que ha quedado relegada, no reconocida como saber legítimo, y que, por lo tanto, ha permanecido fuera de los registros oficiales. En el poema «Nadie lo registró», se pregunta por qué si cuando alguien muere realizamos un ritual de despedida, no podemos hacer lo mismo «con un arroyo / un sendero un pantano / una dehesa una familia de árboles / un rebaño un árbol / un ser que se desvanece» (2024: 23). La palabra archivo, que en su origen griego arjíon significa la casa del vencedor, alude precisamente a este acto de exclusión: lo que se conserva, lo que se registra, es siempre lo que pertenece a quienes han ejercido el poder. En contraposición, Sánchez se enfoca en rescatar esa memoria oculta, aquellas historias y saberes rurales que no han sido documentados, pero que son fundamentales para la comprensión del territorio y su gente.
El libro tiene como centro la tierra de su familia paterna, situada en la Sierra Norte de Sevilla, un espacio que ha sido transformado por los efectos de la emergencia climática. Desde la primera página, el afecto por este paisaje queda patente, al comenzar con una imagen profundamente evocadora: su padre junto a la ribera donde ella solía bañarse de niña. Sobre ese lugar, Sánchez escribe: «era en la orilla donde / aprovechaban las cavidades / molían el cereal / en las solanas las manos desnudas / una a una quitaban las piedras / así también se sembró mi corazón / sachando la tierra / haciendo el surco» (Sánchez, 2024: 13). Es un lugar que ya no es el antes conocido, aunque permanezca en su corazón, en su memoria afectiva.
El poemario también trata sobre la memoria de los animales —en el poema XIX de la sección «Los animales hablan», el lenguaje vuelve a ser esencial: «reclamamos el espejo / también queremos sobrevivir / usamos vuestros verbos / ¿por qué no sirve este lenguaje?» (Sánchez, 2024: 65)— y sobre la memoria celular, de los árboles —«los árboles recuerdan / y transmitieron siempre / a sus hijos / la misma inocencia» (2024: 59)—. Sánchez da voz a seres no humanos, y considera la suya en igualdad de condiciones: «soy un organismo como cualquier otro» (2017: 27). Es una voz poética poshumana, propuesta también por autoras como Irene Solà. En la novela de la barcelonesa, Canto yo y la montaña baila (Canto jo i la muntanya balla, 2019), la primera voz narrativa que aparece pertenece a unas nubes tormentosas que amenazan la apacible vida campestre de los animales (Solà, 2019: 13) y, posteriormente, serán narradoras las setas y un cabritillo. Ya en su novela anterior, Los diques (Els dics, 2018), una vaca había alzado la voz para contarnos la historia de otra, llamada Samantha (Solà, 2021: 164)5.
Ofrecer la voz narrativa a una entidad no humana puede considerarse una tendencia recurrente en las letras hispánicas contemporáneas, como ha señalado Javier Moreno (2024), quien habla de un giro desantropocéntrico. De vuelta a Sánchez, en Tierra de mujeres, la escritora combina el ensayo con las memorias para dar voz a las mujeres rurales. Su propósito es reivindicar una visión del mundo rural libre de prejuicios e idealizaciones. Berbel (2020: 7) la interpreta como una recreación crítica de la ruralidad, en la que Sánchez fusiona recuerdos familiares de su infancia con una intención política clara: despojar al paisaje rural de su imagen estereotipada. El libro se estructura en dos partes diferenciadas. La primera explora temas como la invisibilidad de las mujeres en el ámbito rural y la problemática de la España vaciada; mientras que la segunda parte destaca por la divulgación de aspectos de la cultura rural, construida a través del vínculo emocional y generacional que Sánchez establece con tres mujeres fundamentales en su vida: su madre, su abuela y su tatarabuela.
Aunque Tierra de mujeres sea probablemente el trabajo más aclamado de la autora, debemos centrar nuestra atención en Almáciga, obra que recoge la experiencia fundacional del proyecto etnográfico-lingüístico de Sánchez. Almáciga nace una mañana de primavera, aproximadamente tres años antes de la publicación del libro, en la que Sánchez trabajaba junto a una ganadera en la sierra de Córdoba. Durante esa jornada, la ganadera le habló sobre los nombres y los orígenes de los aperos que colgaban de la fachada de cal de la casa. Para Sánchez, aquellas palabras resultaban extrañas, a pesar de compartir el mismo origen provincial. Esta distancia con respecto a su propio entorno lingüístico fue el detonante de su preocupación por lo que ella denomina «el lenguaje y el vínculo» (Sánchez, 2020: 25).
Desde esa mañana, Sánchez desarrolló una nueva manera de escuchar, más atenta a las palabras y expresiones de su entorno: «Descubrí que hasta en mi familia se usaban palabras que yo había asimilado como tales y de las que nunca había cuestionado su origen o su significado. No formaban parte de mi lengua. Habían quedado marginadas, excluidas de lo común, del lenguaje del día a día, a veces incluso del propio diccionario» (Sánchez, 2020: 26). A raíz de esta revelación, surgió la idea de Almáciga. Sánchez comenzó a registrar meticulosamente en un cuaderno las palabras de su entorno familiar y laboral. En sus recorridos por distintos pueblos, ya fuera en su labor como veterinaria o como escritora, fue recogiendo palabras, así como de quienes le escribían a través de las redes sociales.
Estas palabras han quedado volcadas tanto en la red (almaciga.net) como en la publicación posterior Almáciga, consolidándose como un trabajo en constante evolución que reivindica el patrimonio lingüístico rural. Son testimonio de un lenguaje heredado que, como afirma, «sacan del sueño un interés que consigue que el idioma de mi familia y de tantos y tantas se mantenga vivo» (Sánchez, 2020: 28). De este modo, Almáciga supone un acto de resistencia frente a la homogeneización cultural y lingüística. Sánchez invita a formular nuevas preguntas, a reconectar con las raíces y a despertar recuerdos. Gracias a su labor, se produce una suerte de germinación: las palabras, como semillas, encuentran de nuevo el terreno propicio para crecer y alimentar a quienes las redescubren.
De hecho, la elección de la palabra almáciga como título de la obra/proyecto se debió a la segunda acepción que recoge el Diccionario de la lengua española, «lugar donde se siembran y crían los vegetales que luego han de trasplantarse» (Real Academia Española, f., definición 2); es el espacio del huerto en el que las semillas germinan, brotan y cogen fuerza, un lugar donde se protegen antes de ser trasplantadas definitivamente. La imagen es la misma que la de esas palabras en peligro de extinción que la autora pretende que vuelvan a ser leídas y escuchadas. Con este propósito, Sánchez resalta también cómo el Diccionario no recoge muchas de las acepciones ligadas al campo, algo que ya había hecho en Tierra de mujeres (Sánchez, 2019: 98). Almáciga se presenta, por ende, como un sustrato, una semillera o un vivero lingüístico, cuyo propósito es propiciar un diálogo-tejido con el medio rural que permita a estas palabras y expresiones olvidadas germinar nuevamente y recuperar su presencia en la lengua. Darles vida, crear y recuperar vínculos y afectos.
El libro contiene 133 entradas, pero está lejos de ser un mero diccionario. El significado de cada una de las palabras se entremezcla con los pensamientos, llenos de lirismo, de la autora. Así, por ejemplo, explica cómo se dice quitar las malas hierbas en su pueblo, en la Sierra Norte de Sevilla, chaspar, tras referirse a una historia que le contaba su padre cuando era pequeña, quien a principios de los noventa había trabajado en un proyecto de agroforestería en Quetzaltenango, Guatemala. También esta limpieza de la tierra conecta con el sentimiento afectivo hacia la lectura. El escritor Gonçalo M. Tavares, narra Sánchez, contaba en una entrevista que escribía los libros de una vez. Tenía que dejar transcurrir el tiempo, hasta años, para quitar, corregir, resumir el texto. De igual modo, la escritora Clara Obligado recurre en Todo lo que crece (2021), texto de carácter memorialístico como el de Sánchez, a términos de la naturaleza para describir este proceso de borradura:
Esquejes: una vez que la poda termina, quedan historias cercenadas sobre la mesa. Prescindo de ellas con cierto dolor, en tiestos diminutos planto los esquejes. Escribir es acercarse y alejarse a la vez. Es regar y arrancar el narcisismo. Quizá uno de estos esquejes, como en la historia de las habichuelas mágicas, crezca hasta las nubes y se convierta en libro.
(2021: 75)
Sánchez resalta la profunda conexión entre el lenguaje y la memoria, articulando la importancia de las palabras como legado intergeneracional. Las palabras que ella asocia a su abuela no son meras unidades de significado, sino portadoras de vivencias, de una oralidad que ha moldeado su identidad. Cuando reflexiona sobre la pérdida de estas voces, expresa un dolor que trasciende lo lingüístico para convertirse en una forma de duelo cultural: la desaparición de las palabras implica la pérdida de un vínculo esencial con sus ancestros y su entorno.
La autora percibe esta pérdida como un proceso de desertificación cultural, equiparando la desaparición de las palabras a la transformación de un huerto en un desierto: un terreno que, al quedar yermo y sin uso, se convierte en símbolo de olvido y desarraigo. Este paralelismo entre lenguaje y naturaleza es significativo, ya que enfatiza que, así como el cuidado del territorio garantiza su fertilidad, el cultivo de la lengua asegura su pervivencia. Ante la posibilidad de esta pérdida, Sánchez responde retomando el «pulso» (Sánchez, 2020: 32) de las palabras para preservar su memoria y, en consecuencia, el legado de sus abuelos. La escritura es una forma de arraigo, un acto de cuidado que se opone a la desintegración.
3. LA TRANSCRIPCIÓN DEL DIALECTO EN PANZA DE BURRO DE ANDREA ABREU
Panza de burro (2020), la primera novela de Andrea Abreu (1995), nos lleva al verano de dos niñas que comienzan a dejar atrás la infancia en un pequeño pueblo del norte de Tenerife. Ya el título escogido por la joven escritora nos hace comprender que la relación con el lenguaje es fundamental: hace alusión a esta expresión, panza de burro, utilizada en las Islas Canarias para referirse a la capa de nubes bajas que cubre el cielo durante el verano en el archipiélago, bloqueando la luz solar6. Pero esta imagen no solo se describe de forma literal en el texto —la narradora-protagonista menciona que estas nubosidades aparecen a las cinco de la tarde, justo cuando se emiten las telenovelas—, sino también metafórica: simboliza la tristeza de las niñas, una tristeza profunda, que carga el ambiente de pesar.
Abreu traslada el lenguaje oral al papel; se trata de «un lenguaje de señas hecho con la materia sonora del habla» (Salas Hernández, 2022: 149). Su estilo, caracterizado por frases largas y a menudo inconexas, manifiesta con precisión el flujo de pensamiento de la protagonista, cuyo nombre desconocemos. Asimismo, Abreu emplea un tono poético y se atreve a experimentar con las formas lingüísticas, trasladando elementos propios de la poesía a la prosa. Esta técnica no solo le «permite reflejar mejor el habla oral en la página escrita, [sino que] el juego con los signos de puntuación es un recurso bastante útil para agilizar la lectura y darle al texto un determinado ritmo» (Iglesia, 2020). Ella misma ha definido su estilo como «quinqui-canario» (Madrid, 2021). Además, el uso de canarismos locales —como fisquito, juite, piche, creyón, jediondo o quícara, entre otros— añade veracidad al relato. Esta riqueza lingüística se observa en numerosos pasajes de la novela, como en el siguiente fragmento: «Estaba güeno, shit? Te pongo un fisquito más?, me dijo Isora al volver. Y yo en lugar de decir que no quería, moví la cabeza parriba y pabajo» (Abreu, 2022: 68).
Desde esta perspectiva, la localización de la trama en un barrio, alejado de las estampas turísticas más reconocidas de la isla, confiere protagonismo al espacio. Como expone Amanda Briones Marrero, la identidad es una temática destacada en Panza de burro, y también lo es en un sentido espacial, reflejando la multiplicidad «del mundo rural de las Islas Canarias a través de un pequeño barrio tinerfeño periférico en el que el cambio es evidente» (2024: 182). Ni El Teide ni las playas ocupan el centro de la narración, sino un lugar que parece apartado de todo, como expresa la protagonista: «En verano no íbamos a poder salir del barrio, la playa estaba lejos. No éramos como las otras niñas que vivían en el centro del pueblo, nosotras vivíamos en medio del monte» (Abreu, 2022: 24).
De aquí se extrae otra variante importante, también transmitida a través del lenguaje, como es la dialéctica campo-ciudad. Hacia el final de la novela, poco antes del comienzo de las clases del mes de septiembre, la protagonista se acerca a las casas rurales del Paso el Burro. Allí se encuentra con una niña madrileña7 de su edad, con la que comienza a hablar, produciéndose un desencuentro comunicativo que pronuncia las diferencias entre espacios. En primera instancia, nuestra protagonista cree que la niña es extranjera —«estranera» (Abreu, 2022: 153)—, por lo que se aproxima a ella comunicándose en inglés:
desde allá arriba, desde encima del muro le dije jelou, yu lai tu plei? Y se rio, se rio con esos dientes podridos que parecían de una rata apestosa. No lai?, seguí. Y sonriendo me dijo yo no hablo inglés, yo soy de Madrid. Y las palabras le salían por el centro los dientes como un chiflido. Hablaba como en la tele, como los dibujos animados, así fino así así bastante fino.
(Abreu, 2022: 153)
Pero el desencuentro no finaliza ahí, sino que, después de que la niña madrileña le pregunte a su abuelo si puede ir al monte a jugar, reaparece y la protagonista describe cómo lleva una gorra amarilla del Loro Parque —«que yo pensaba que solo la gente tonta se ponía la gorra del Loro Parque» (Abreu, 2022: 153)—, el zoo del Puerto de la Cruz, muy visitado por los turistas que viajan a Tenerife, y «unos tenis de caminar como usaban los estraneros» (Abreu, 2022: 153). Al igual que la autora contrapone el espacio de su barrio al Tenerife turístico de postal reconocible por todos, en estos capítulos, de nuevo, utiliza el contraste para soslayar la diferencia entre los lugares céntricos y los periféricos, mediante la dificultad para comunicarse de dos niñas que proceden de mundos diferentes.
Este es, por otro lado, un espacio afectado por la globalización, algo que también se refleja en el lenguaje, con el acceso a todos esos juguetes, programas y dispositivos que marcaron la infancia en los 2000: las barbis, los beibiborns, los pokémon, la guenboi o el mésinye. Este último ejemplifica claramente la influencia tecnológica de esos años, la cual despierta tanto la curiosidad como la confusión de la protagonista: «La verdad es que yo no entendía muy bien los ordenadores […]. Aquel día, en cuanto el maestro del cíber se despistó un poco, Isora se metió en el chat Terra y puso que le agregasen a iso_pinki_10@hotmail.com. Enseguida empezaron a llegarle muchas peticiones al mésinye» (Abreu, 2022: 110-111). Jorge Arroita habla de localismo identitario para referirse a la «defensa de la identidad colectiva» y del «raigambre cultural propio, frente a la neutralidad individualista propia de la globalización y la ideología neoliberal» (2024: 25). En el caso de esta novela, efectivamente, se observa una defensa de dicho localismo a través del uso de palabras y expresiones propias del entorno tinerfeño en el que transcurre la historia, así como en la forma en que se recogen los acentos, tonos y gestos de la oralidad del lugar. No obstante, la originalidad de Panza de burro reside en que esta reivindicación de la identidad colectiva se articula, paradójicamente, también a través de elementos globales, lo que la convierte en una obra glocal8.
Apunta Roland Robertson que «en numerosos relatos contemporáneos se consideran […] las tendencias globalizadoras en tensión con las reivindicaciones de cultura e identidad ‘locales’» (2003: 270). En este sentido, los extranjerismos que aluden a la muñeca norteamericana, al programa de mensajería instantánea también estadounidense o a la videoconsola portátil japonesa, entre otros, referencian un universo cultural compartido por la generación milenial9 a nivel mundial, que permea la cotidianeidad de un contexto rural aparentemente aislado. El uso de estos términos subraya la influencia de la globalización —y especialmente de la extensión hegemónica de las instancias de poder a nivel mundial—, a la vez que evoca una afectividad hacia una cultura de masas ya perdida, transformada por el avance de las tecnologías. La presencia de estos elementos introduce una mirada nostálgica —«nostalgia milenial» (Gómez Vegas y Palazuelos Parada, 2023: 79)—, aunque no sean siempre vistos como algo positivo.
Arroita distingue, asimismo, entre las vertientes principales de la literatura neorrural, la grotesquización del espacio «desde una perspectiva sórdida de lo costumbrista» (2024: 25). En Panza de burro, lo «grotesco cotidiano» (Romero Polo, 2023: 691) posibilita que la autora abrace cierta belleza a la hora de narrar lo escatológico del día a día de la protagonista, sin renunciar a cierta estética de la fealdad (Eco, 2007). Un ejemplo paradigmático de esto se observa en la manera en que Eufrasia, la sanadora que quita el mal de ojo, recibe a las dos niñas, a la protagonista y a su amiga Isora, al llegar a su casa:
Cuando llegamos a cas Eufrasia, Isora se puso delante de la puerta y me miró y me dijo toca tú, y toqué yo, y me quité y salió Eufrasia con un delantal de cocina todo manchurriado de sangre. Miniña, ya me llamó Carmitas. Pasen pa dentro, que estaba escuartizando el conejo pa hacer un fisco cena, siéntese ay, miniña, siéntese le dijo a Isora, y la puso en una silla plástica del patio, en medio de las matas verdes de los helechos.
(Abreu, 2022: 35)
«La exageración, el hiperbolismo, la profusión, el exceso son, como es sabido, los signos característicos más marcados del estilo grotesco» (Bajtin, 1989: 273) y, como añade David Roas, «lo grotesco es una categoría estética que combina el humor y lo terrible (en sus muy diversas acepciones)» (2009: 14). En Panza de burro, esta estética permite atenuar el impacto de temas complejos que Abreu no rehúye: desde la mirada inocente de la protagonista, se abordan con naturalidad cuestiones como la menstruación, la masturbación —«Isora y yo hacíamos muchas cosas por esa zona del cuerpo, la de los pies a la barriga. La zona del pepe, sobre todo» (Abreu, 2022: 33)—, la homosexualidad o la transexualidad, y se exponen realidades duras como la bulimia —«Isora vomitaba como un gato. Jucujucujucu y el vómito se precipitaba dentro de la taza del váter» (Abreu, 2022: 23)—, la depresión —«a Isora le invadía una tristeza extraña, como lejana, así como un martilleo era su tristeza, como un picapinos perforando la madera piquipiquipiqui y repetía me quiero quitar la vida, me quiero morir» (Abreu, 2022: 97)—, la violencia de género e, incluso, la violación.
Ahora bien, junto a la denuncia y esa mirada no idealizada del mundo rural, Abreu incorpora un sentimiento de ternura que permea la diégesis del texto, sobre todo a través de la relación entre las dos amigas y del vínculo afectivo con el mundo de los abuelos —y, más concretamente, de las abuelas—, evocando un universo de afecto similar al de María Sánchez. Para la protagonista, las personas que conforman su mundo, pese a expresar su extrañeza, son siempre vistas desde la admiración, especialmente su amiga Isora: «Ella lo probaba todo y después si era necesario lo vomitaba. Yo tenía miedo de que mis padres me olieran el café de la boca y me arrestaran, pero Isora nunca tenía miedo» (Abreu, 2022: 28). Así, el lenguaje emocional resuena en medio de las adversidades: «Me entraron ganas de llorar, de que abuela me upara como a un niñochico y de que pasaran ya esos dos o tres días en los que había decidido estar sin hablarme con Isora, porque ya la estaba echando de menos» (Abreu, 2022: 135). Panza de burro no es, por tanto, solo una novela sobre el mundo rural; es una celebración de la identidad y la afectividad en un contexto marcado por la hibridación cultural. Abreu traza en esta obra una genuina cartografía de un espacio muy concreto mediante un lenguaje que capta la sensibilidad y el arrojo del mismo.
4. CONCLUSIONES
«Restaurar un compromiso con lo rural basado en un entendimiento profundo de sus estructuras y su lenguaje» (Berbel, 2022: 19) implica reconocer el papel esencial que el lenguaje desempeña en la configuración de distintas formas de habitar el territorio. Las palabras nombran el entorno, además de trazar relaciones entre sus habitantes y el espacio, proporcionando modos específicos de comprender y experimentar el mundo rural. Preservar la diversidad lingüística y cultural, especialmente en un contexto global donde lo rural tiende a ser relegado o simplificado, es esencial para mantener viva esa riqueza. Acercar las palabras empleadas en el campo, las expresiones populares e incluso los dialectos y acentos locales a través de la literatura ayuda a conservar este patrimonio a priori inmaterial, al mismo tiempo que revitaliza el sentido de pertenencia y de identidad en relación con el entorno.
Mieke Bal señala que los espacios en la ficción narrativa pueden desempeñar dos funciones principales: por un lado, pueden actuar simplemente como un marco contextual que sirve de telón de fondo para la acción; por otro, pueden presentarse como «objetos de representación por sí mismos» (1987: 103), convirtiéndose en elementos activos que afectan y moldean el relato. En este segundo caso, el espacio se erige como un lugar de actuación, capaz de influir en el desarrollo de la trama y en la configuración de los personajes, en lugar de ser un mero escenario subordinado a la narración. Este es precisamente el papel que el entorno rural desempeña en las obras de María Sánchez y Andrea Abreu. En la obra de Sánchez, su voz narrativa, ensayística-personal y poética se nutre de la memoria y de la experiencia del territorio para oponerse a la marginación de lo rural. Por su parte, en Panza de burro, el espacio rural canario influye en el comportamiento de las protagonistas, en su manera de hablar y, en definitiva, en la construcción de su identidad. Además, el lenguaje es en la novela un medio para difuminar los límites que puedan existir entre la periferia y el centro, y para desafiar, según reconoce la autora, «el clasismo que hay en la escritura» (Heinrich, 2021).
Bal (1987: 51-52) resalta igualmente cómo la literatura ha tendido a contraponer la ciudad y el campo a través de una dicotomía simplista: la ciudad se presenta como un fondo de pecados frente a la inocencia idílica del campo, o como el lugar donde se puede adquirir riqueza y poder de manera casi mágica, en contraposición a la laboriosidad de los campesinos; asimismo, la ciudad se erige como emblema del poder frente a la supuesta impotencia de la población rural. Sin embargo, estas categorizaciones se desdibujan o incluso se subvierten en la literatura neorrural. José Antonio Mérida Donoso considera que «la representación del ‘par dialéctico’ o binomio rural-urbano que todavía tiende a proyectarse desde un juego decimonónico de contrarios conforme a los ejes progreso-retraso, modernidad-tradición, no solo se pone en duda, sino que muestra una mutación positiva según el modelo artificial-natural y alienación-libertad» (2024: 2). En los textos de Sánchez, lo rural no se asume como un simple depósito de tradiciones inmutables, sino como un territorio en constante transformación, donde el progreso y la modernización coexisten con la memoria y el lenguaje, que se entrelazan como formas de resistencia frente al olvido y la estandarización impuesta por la cultura urbana: «Esta historia también es futuro / en el lecho de los ríos / hallaréis el sortilegio» (Sánchez, 2024: 72). De manera similar, Panza de burro desmitifica la imagen del campo como un espacio de pureza moral o un refugio idealizado, presentándolo en cambio como un entorno atravesado por contradicciones y complejidades, donde lo artificial y lo tecnológico tienen cabida.
Arroita señala la existencia de una (sub)corriente literaria, dentro de la literatura neorrural, en la que se presenta una identidad colectiva y localizada, un nosotros, representado en el espacio natural circundante, concebido como una «ontología espacial, social y hasta verbal» (2024: 26), destacando así, como hace Pozuelo Yvancos, el lenguaje empleado en las mismas. Aunque en el debate general la globalización suele entenderse como lo opuesto a la localización, estas lecturas proponen una relación más compleja entre ambos conceptos, al acentuar la tensión entre una cultura cosmopolita y las propias raíces. Robertson, quien acuñó el término glocalización en 1995, considera, de hecho, que «aquello a lo que nos solemos referir como local está esencialmente incluido dentro de lo global» (2003: 273). Esto se debe a fenómenos como la aceleración de las comunicaciones, que otorgan sentido de unicidad al mundo, y las transformaciones en las concepciones de espacio-tiempo. Siguiendo la lectura de Stephen Kern, Robertson señala cómo en la contemporaneidad «el tiempo mundial se organizó en términos de espacio particular, en el sentido de un ordenamiento conjunto de la objetividad y la subjetividad» (2003: 275), por el cual la homogeneización y la heterogeneización se complementan e interpenetran, aunque colisionen en situaciones concretas.
Así se evidencia en la obra de Andrea Abreu, donde un léxico universal, atravesado por las nuevas tecnologías, permea sobre un lenguaje rural muy específico. No obstante, tanto en la literatura de María Sánchez como en la de Abreu, la reivindicación se centra en la legitimidad y heterogeneidad del habla del campo. Ambas autoras exploran la riqueza del lenguaje rural, resaltando sus matices y particularidades, además del sentido de comunidad que este fomenta. Al hacerlo, Sánchez y Abreu otorgan visibilidad a las voces del campo y contribuyen a la construcción de un imaginario colectivo que celebra la diversidad y la complejidad de la vida rural. En definitiva, los textos de ambas, junto con los de otras voces neorrurales, documentan y reflexionan sobre la ruralidad en nuestro tiempo, actuando como un espacio de afirmación y reconocimiento de su identidad lingüística.
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Notas
1 Este artículo fue elaborado de manera conjunta por Verónica Ripoll León y Elios Mendieta, quienes han participado en la conceptualización, el análisis formal, la investigación, la metodología, la visualización, la redacción del borrador y la redacción del texto definitivo. Además, Verónica Ripoll León se ha encargado de la administración del proyecto, la supervisión y la validación, así como de la revisión y edición final del texto. [Volver]
2 Pío Baroja afirma en su autobiografía Juventud, egolatría (1917): «Tengo dos pequeñas patrias regionales: Vasconia y Castilla, considerando a Castilla, Castilla la Vieja […]. Todas mis inspiraciones literarias proceden de Vasconia o de Castilla. Yo no podría escribir una novela gallega o catalana» (1977: 50). En efecto, las tierras vascas y las castellanas desempeñan un papel central en sus obras, aunque predomina la primera, su tierra natal, debido especialmente a la tetralogía compuesta por La casa de Aizgorri (1900), El mayorazgo de Labraz (1903), Zalacaín el aventurero (1908) y La leyenda de Jaun de Alzate (1922), así como a las colecciones de cuentos recogidos en Vidas sombrías (1900) e Idilios vascos (1902). Por su parte, Pedro Laín Entralgo señala que, al igual que en la obra de Antonio de Guevara, «la Naturaleza —entendiendo por tal la del cosmos físico— es un mundo distinto de la Historia. Mas para Baroja, como para todos los hombres del 98, no es sólo distinto; es, también, infinitamente mejor» (1997: 125). Sin embargo, no se trata únicamente de la exaltación de la naturaleza, sino de la vida «de la aldea y, sobre todo, del pueblo o villa semirural» (Urrutikoetxea, 1996: 215). [Volver]
3 Laín Entralgo también destaca la emoción que Azorín siente por el paisaje y cómo se refleja en su obra. En particular, subraya un pasaje de la novela La voluntad (1902), donde Martínez Ruiz da «su medida de artista ante el paisaje infinito y monótono de las tierras en que la Mancha castellana se hace levantina» (1997: 36). Este fragmento evidencia, una vez más, la nostalgia y afectación por la infancia en la sensibilidad literaria de los noventayochistas:
Desde lo alto de las Atalayas, el campo del Pulpillo se descubre infinito. A lo lejos, en lo hondo, la llanura —amarillenta en los barbechos, verde en los sembrados, negra en las piezas labradas recientemente— se extiende adusta, desolada, sombría. En perfiles negruzcos, los atochares cortan y recortan a cuadros desiguales el alcacel temprano. Los olivares se alejan en menudas manchas simétricas, hasta esfumarse en las estribaciones de los terreros grises. Y acá y allá, desparramadas en la llanura, resaltantes en la tierra uniforme, lucen blanquecinas las paredes de las casas diminutas… (Azorín, 1965: 142) [Volver]
4 El término ecoficción feminista se emplea para describir ficciones que reflejan y combaten «dos de los grandes desafíos que enfrenta la humanidad a inicios del siglo XXI: el abuso medioambiental y la falta de igualdad entre hombres y mujeres» (Martínez-Gómez López, 2021: 17). Este concepto se vincula, a su vez, con la ecoficción y el ecofeminismo. La primera, según Dwyer (2010), es una corriente literaria que abarca obras centradas en el medio ambiente o que representan la responsabilidad humana hacia la naturaleza. El segundo, el ecofeminismo —acuñado por Françoise d’Eaubonne en Le féminisme ou la mort (1974)—, es una teoría y práctica sociopolítica que sostiene que el modelo económico y cultural occidental ha ignorado las bases materiales y relacionales que sostienen la vida, perpetuando su dominio «por medio de la colonización de las mujeres, de los pueblos ‘extranjeros’ y de sus tierras, y de la naturaleza» (Mies y Shiva, 1997: 128)—. No se trata, por tanto, de conceptos limitados a lo rural o a la representación del medio natural. La ecoficción feminista también aborda cómo las crisis ecológicas afectan de manera diferenciada a mujeres y comunidades marginadas, así como el modo en que las narrativas especulativas pueden imaginar futuros más justos y sostenibles. En este sentido, Juan Senís ha resaltado cómo la «combinación de una mirada ecológica y feminista no es estrictamente neorrural, pero sí sería una nueva manera de abordar la ruralidad que va más allá de la centralidad del ser humano y que ofrece una lectura ecocrítica» (2024: 38). [Volver]
5 Somos conscientes de que la inclusión de voces procedentes de narraciones no humanas no garantiza por sí sola una condición poshumana. Sin embargo, esta sí se manifiesta en el trabajo aludido de María Sánchez, como analizamos. Rosi Braidotti, en su influyente ensayo Lo posthumano, señala que «animales, insectos, plantas y medio ambiente, incluso planeta y cosmos en su conjunto, son ahora llamados a juego» (2015: 83). En esta obra, además del devenir animal y el devenir tierra —a los que prestamos especial atención en el presente estudio—, la autora introduce el devenir máquina como otro proceso que contribuye al desplazamiento del antropocentrismo. Desde una perspectiva crítica, para profundizar en la cuestión poshumana en la literatura y su presencia en personajes y espacios, se recomienda la obra de Sophie Dorothee von Werder, Mundos y seres poshumanos en la literatura contemporánea (2020). En este estudio, la autora analiza las relaciones estéticas y temáticas entre el fenómeno del poshumanismo y cinco obras narrativas de Franz Kafka, Jorge Luis Borges, Guadalupe Santa Cruz, Don DeLillo y Mario Bellatin, con especial atención a lo que Braidotti denomina devenir máquina: la interacción con el entorno artificial y tecnológico actual. [Volver]
6 También Uclés, en La península de las casas vacías, utiliza un término meteorológico, hojarascada, para referirse a un fenómeno natural de Jándula, por el cual, dos noches después de la entrada del otoño, las hojas de los árboles se oscurecen de golpe y colorean el paisaje de un nostálgico tono ambarino (2024: 227). [Volver]
7 La elección de Madrid conecta con su propia interioridad. Abreu ha confesado que las condiciones de redacción de su primera novela están determinadas por la precariedad, ya que la escritura la compagina con su trabajo como dependienta en una tienda de moda de Madrid, ciudad a la que se muda, dejando atrás su Tenerife natal, para intentar ganarse la vida (Espinosa de los Monteros, 2020). [Volver]
8 Manuel Arranz considera que «hoy todo es global. Ya no queda nada local en el sentido originario del término. Hasta el término local es global. Desde hace décadas recorren el mundo flujos de dinero, información, imágenes, sentimientos, y, por supuesto, literatura, que han terminado por disolver las identidades más conspicuas. Y la literatura era tal vez el mejor reflejo de esas identidades» (2012: 166). [Volver]
9 Sabina Urraca, editora de Panza de burro, llega a calificar la novela en su prólogo como un ejemplo de «literatura millenial [sic] canaria» (2022: 15). [Volver]