recibido: 24.08.2019 / aceptado: 04.12.2019
La biopic musical argentina como fenómeno cultural:
los casos de Gilda y El Potro
The Argentine musical biopic as a cultural phenomenon:
the cases of Gilda and El Potro
Alfredo Dillon
Universidad Católica Argentina
Referencia de este artículo
Dillon, Alfredo (2020). La biopic musical argentina como fenómeno cultural: los casos de Gilda y El Potro. adComunica. Revista Científica del Estrategias, Tendencias e Innovación en Comunicación, (19), 123-142. DOI: http://dx.doi.org/10.6035/2174-0992.2020.19.8.
Palabras clave
Cine argentino; biopic; biografía; retorno de lo real; cine latinoamericano; estudios audiovisuales.
Keywords
Argentine cinema; Biopic; Biography; Return of the Real; Latin American Cinema; Film Studies.
Resumen
El artículo analiza las películas argentinas Gilda, no me arrepiento de este amor (2016) y El Potro, lo mejor del amor (2018), dos biopics musicales que permiten aproximarse al auge reciente del género biográfico en el campo audiovisual. Abordamos el fenómeno en el marco del denominado «retorno de lo real», que implica un interés creciente por las narraciones en las que las fronteras entre ficción y realidad se desdibujan. La biopic ofrece al espectador la promesa de un acceso a lo real y satisface una demanda contemporánea: el deseo del espectador de acceder a la vida privada de la persona pública. En las biopics de los cantantes Gilda y Rodrigo, escritas y dirigidas por Lorena Muñoz, el afán de humanizar a los protagonistas se traduce en una estructura dramática que traza el ascenso del ídolo popular, hasta que esa trayectoria ascendente se ve interrumpida de pronto por la muerte. Los films toman distancia de la imagen mítica de sus personajes y ponen el foco en la intimidad del artista, sus vínculos familiares, los conflictos con su entorno afectivo y consigo mismo. Como ficción híbrida, la biopic implica una tensión en la suspensión de la incredulidad: la historia oscila entre la veracidad y la invención, y el espectador permanece en un estado de incertidumbre en relación con el estatuto de los hechos narrados.
Abstract
The article analyzes the Argentine films Gilda, no me arrepiento de este amor (2016) and El Potro, lo mejor del amor (2018), two musical biopics that allow us to approach the recent boom of the biographical genre in the audiovisual field. We address the phenomenon within the context of the so-called «return of the real», which encompasses a growing interest in the narratives in which the boundaries between fiction and reality are blurred. The biopic offers the viewer a promise of access to «the real» and satisfies a contemporary demand: the viewer’s desire to spy on the private life of a public person. In the biopics of singers Gilda and Rodrigo, written and directed by Lorena Muñoz, the desire to humanize the idol translates into a dramatic structure that traces the rise of the main character, until that ascending path is suddenly interrupted by death. The films take distance from the mythical image of their characters and focus on the artists’ intimacy, their family ties, their emotional conflicts. As a hybrid fiction, the biopic introduces a tension in the suspension of disbelief: the story oscillates between truthfulness and invention, and the viewer remains in a state of uncertainty in relation to the status of the narrated events.
Autor
Alfredo Dillon es investigador del Instituto de Investigaciones de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Católica Argentina, y profesor en las carreras de Comunicación de dicha Universidad. Es Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires, con una tesis sobre el cine argentino reciente. Ha publicado varios artículos en revistas académicas sobre cine, literatura y comunicación.
1. Introducción
La biopic musical ha cobrado especial relevancia en los últimos años, a partir de los estrenos de Rocketman (2019), sobre Elton John; Bohemian Rhapsody (2018), sobre Freddy Mercury; o Love & Mercy (2014), sobre Brian Wilson, líder de los Beach Boys. Unos años antes, habían tenido gran repercusión películas como I’m Not There (2007), sobre Bob Dylan, y La vie en rose (2007), sobre Edith Piaf. El boom del género también se ha cimentado en algunas series biográficas, como Luis Miguel (2018), producida por Netflix. En el presente artículo proponemos inscribir este fenómeno cultural dentro del «cine de lo real» y, más ampliamente, del «retorno de lo real».
En las últimas dos décadas, tanto en el cine como en la televisión y la literatura parece haber un creciente interés por los discursos referenciales, por las narraciones en las que las fronteras entre ficción y realidad se desdibujan. Luego de las críticas de la representación a partir de los años 60, hacia fines de la década de 1990 empieza a cobrar fuerza la idea de un retorno de lo real. Frente a este «retorno», las consignas académicas asociadas a la crisis de la representación y al antirrealismo pierden fuerza, las reflexiones de Bazin (1990) vuelven al centro de la escena en la teoría cinematográfica y, en las distintas artes, la relación con lo real constituye el eje de nuevas reflexiones.
Gilda, no me arrepiento de este amor (2016) y El Potro, lo mejor del amor (2018) son dos biopics musicales argentinas que permiten acercarse a este fenómeno. Siguiendo a Vidal, entendemos las biopics como «films de ficción enfocados en personajes cuya existencia histórica está documentada» (Vidal, 2014: 3; traducción del autor). Otro autor que ha estudiado el género, Dennis Bingham, afirma que la biopic «narra, exhibe y celebra la vida de un sujeto con el fin de demostrar, investigar o cuestionar su importancia en el mundo» (2010: 10). El abordaje que proponemos a continuación se enfoca centralmente en las películas como fenómenos culturales y narrativos; en ese sentido, no profundizamos en el análisis específico de lo sonoro y lo musical que podría plantearse a partir de los aportes teóricos de Michel Chion, Claudia Gorbman o Carol Vernallis.
Dirigidas y escritas por Lorena Muñoz, Gilda y El Potro se enfocan en las historias de dos de los artistas más populares que ha dado la música argentina en los últimos 25 años. Estrenados con dos años de diferencia, contribuyeron a ubicar el género biopic en el centro del campo cinematográfico argentino. Con 944.755 espectadores, Gilda fue la segunda película argentina más vista de 2016 (superada por Me casé con un boludo, de Juan Taratuto, con Adrián Suar y Valeria Bertuccelli) y la 11ª más vista en el ranking general de espectadores en Argentina (INCAA, 2016). Por su parte, El Potro quedó quinta entre las películas argentinas más vistas de 2018, con 535.000 espectadores, en un año en que la lista de films argentinos más vistos fue encabezada por otra biopic: El ángel, de Luis Ortega (INCAA, 2018).
2. Biopic y retorno de lo real
La idea del retorno de lo real fue formulada por primera vez por Foster (2001) en referencia a las artes visuales de la segunda mitad del siglo XX, y en explícita oposición al posestructuralismo. Foster cita las ideas de Barthes sobre la fotografía y las complementa con referencias a la noción lacaniana de lo real1. En contra del arte abstracto y minimalista —es decir, anti representativo—, Foster recupera la genealogía del arte pop, el hiperrealismo y el apropiacionismo, en cuyas obras encuentra una reaparición —ambigua pero constatable— de lo real. El autor rechaza la mayoría de las lecturas críticas que se han desplegado sobre esta «genealogía pop»: por un lado, admite que no puede leerse la imagen únicamente de modo referencial, como «reflejo» de un referente o de un objeto real; por otro lado, descarta las lecturas posestructuralistas que solo entienden la imagen como simulacro y asumen que toda imagen no puede representar más que otra imagen.
Foster recupera a Lacan y su noción de lo real como traumático; el trauma sería justamente un encuentro fallido con lo real. Esta concepción de lo real exige reemplazar la noción de representación por la de repetición, puesto que «en cuanto fallido lo real no puede ser representado; únicamente puede ser repetido» (2001: 136). Para Foster, en las obras pop de Warhol la repetición tamiza lo real pero también apunta hacia lo real, de igual manera que Barthes (2006) encontraba en la fotografía el punctum: aquello que punza, que «sale» de la imagen y se dirige como una flecha hacia el espectador.
El retorno de lo real tiene consecuencias paradójicas para el sujeto. Por un lado, refuerza la visión posestructuralista de la muerte del sujeto, ya que para el discurso psicoanalítico no puede haber sujeto del trauma; por otro lado, y especialmente en el contexto de la cultura popular, el retorno de lo real es también el retorno del sujeto, que reaparece como testigo o sobreviviente del trauma. En este sentido, el autor sostiene que el retorno de lo real expresa «una nostalgia por categorías universales del ser y la experiencia» (172).
Andermann y Fernández Bravo señalan que la cuestión del retorno de lo real interesa al arte contemporáneo en general, pero interpela especialmente a «los estudios de cine global, en un idioma donde los códigos siempre resultan difíciles de restringir a tradiciones nacionales» (2013: 12). Los autores se remiten a las elaboraciones teóricas de Foster y de Jameson (en particular, su ensayo «La existencia de Italia», en el que se apela a la literatura testimonial centroamericana y al cine de Eduardo Coutinho para postular una posible reconciliación entre las lógicas del realismo y el modernismo). Andermann y Fernández Bravo explican que, para Jameson, el cine puede ofrecer una forma de confrontar a la sociedad del espectáculo al devolverles a las imágenes la dimensión de historicidad que parecía perdida durante el auge del posmodernismo.
La visión de Foster identifica una pasión por lo real que cobró fuerza en todas las artes. Esta perspectiva llevó a la crítica a interesarse especialmente por los aspectos documentales e indiciales del arte, en simultáneo con una creciente «demanda de realidad» en los medios masivos: basta pensar en el auge del talk show a mediados de los noventa y, luego, del boom global del reality show, iniciado a fines de la década de 1990 con la primera edición holandesa de Gran Hermano, y aún vigente en sus diversas variantes en la televisión global.
Paradójicamente, en el campo cinematográfico el retorno de lo real es contemporáneo del cuestionamiento del realismo producido por la irrupción de las tecnologías digitales a fines de la década de 1990. La retirada del celuloide implica la eliminación del fundamento indicial de la imagen y el surgimiento de un cine postfotográfico. En consecuencia, el advenimiento de la imagen digital pone en jaque las ideas bazinianas sobre el realismo —más precisamente, aquellas que apelan a la naturaleza ontológica de la técnica cinematográfica—.
Hoberman (2014) explica el surgimiento de estéticas «neorrealistas» como la del grupo danés Dogma 95 (encabezado por Lars von Trier) como una respuesta a la «angustia objetiva» producida por este cambio tecnológico. En esta misma línea podría inscribirse la estética de Kiarostami (y, dentro del cine argentino contemporáneo, la de Lisandro Alonso). Para Hoberman, en estos cineastas el uso del plano secuencia introduce una nueva forma de indicialidad, según la cual la relación con lo real ya no pasa por la ontología de la imagen sino por su duración (la «impresión del tiempo»). Otro rasgo es la búsqueda de la indiscernibilidad «entre ficción montada y realidad registrada» (Hoberman, 2014: 39), por medio de tomas largas, montaje mínimo y una observación ociosa de los personajes. Hoberman interpreta esta estética —de escasa popularidad entre el público pero consagrada a nivel global en los festivales internacionales— a la luz de un «nuevo “realismo” compensatorio» surgido en respuesta a la pérdida de la indicialidad.
Parafraseando a Hoberman, el auge de la biopic también puede pensarse como un fenómeno compensatorio: mientras la imagen digital anula la posibilidad de que lo real se imprima físicamente en la película, la impresión de realidad retorna por medio de las tramas «basadas en hechos reales». De esta manera, el género biográfico —entendido aquí como una ficción híbrida— devuelve al espectador la promesa de un acceso a lo real. Esa promesa se formula en un contexto en el que la posibilidad de aproximarse a lo real no solo se ve debilitada por el fin de la indicialidad, sino también por la proliferación de discursos mediáticos que erosionan la idea de realidad ya no desde una crítica a la representación —que buscaba, en última instancia, poner el foco en el lenguaje—, sino desde la afirmación de la noción de posverdad —que implica, en cambio, un vaciamiento total del lenguaje—.
3. El artista como objeto de biopic
Miriam Alejandra Bianchi y Rodrigo Alejandro Bueno comparten varios rasgos biográficos: luego de un rápido ascenso y una carrera breve, murieron jóvenes (a los 34 y 27 años, respectivamente), en accidentes automovilísticos, con pocos años de diferencia (Gilda en 1996, Rodrigo en 2000). Sus muertes ocurren cuando ambos están en la cima del éxito, convertidos en los máximos referentes de sus géneros musicales: la cumbia y el cuarteto. A diferencia de sus antecesores (Gladys la Bomba Tucumana, La Mona Jiménez), Gilda y Rodrigo conjugan el magnetismo de sus canciones con una extracción social que los acerca a la clase media y, gracias a la amalgama de música popular y belleza juvenil, se convierten en verdaderas estrellas. Su impacto en la memoria colectiva perdura, aun transcurridos más de 20 años de ausencia2.
Lorena Muñoz había codirigido con Sergio Wolf el documental biográfico Yo no sé qué me han hecho tus ojos (2003), sobre la vida de la cantante de tango Ada Falcón. Más de diez años después, Muñoz se desliza desde el tango hacia la cumbia y el cuarteto, y escribe los guiones de ambas biopics junto con Tamara Viñes. En el caso de Gilda, el proyecto surgió de la iniciativa de la propia Muñoz, quien además fue productora, mientras que El Potro fue realizada por encargo, luego del éxito de la biopic anterior.
Los casos de Gilda y El Potro permiten abordar el fenómeno de la biopic de artista y, más específicamente, la biopic musical: un subgénero con varias características propias —el más evidente, la especial función dramática que desempeña la música—. Entre otras cuestiones, la biopic musical suele funcionar como lo que Jenkins denomina una «franquicia transmediática» (2008: 69)3: la película suele ir de la mano con el lanzamiento del disco de la banda sonora, en el que los protagonistas del film (en este caso, Natalia Oreiro y Rodrigo Romero respectivamente) han grabado sus versiones de los temas del artista al que encarnan.
Si bien el interés por la vida privada de las celebridades ha sido una constante de la cultura de masas durante el siglo XX, las últimas décadas se caracterizan por una crisis de la idea de intimidad, tal como lo describe por ejemplo Sibilia (2008). Para esta autora, en el siglo XXI la intimidad se espectaculariza: esta transformación cultural afecta a las personas comunes y corrientes, que ahora exponen su vida cotidiana en las redes sociales, pero también modifica el estatus de las figuras públicas: las líneas divisorias entre el yo privado y el yo público son cada vez menos evidentes (Sibilia, 2008: 283). En este contexto, la biopic musical —y las biopics de artistas en general— vienen a satisfacer esa demanda de intimidad, ese deseo de acceder a la vida privada de la persona pública.
En cierta medida, entonces, la biopic de artista suele ubicar al espectador en la posición del voyeur: alguien que espía para conocer los secretos del ídolo popular, para acceder al detrás de escena de la figura pública. Parafraseando a Goffman (1997) y su analogía teatral, la biopic de artista se construye disolviendo las fronteras entre el front stage (la vida pública, en buena medida ya visibilizada por los medios de comunicación) y el backstage (la vida privada): como espectadores, la biopic nos permite ver aquello que no habíamos visto. A la vez, es frecuente que las biopics de artista coloquen en el centro de la trama el conflicto entre vida privada y vida pública: ese conflicto puede verse tanto en Gilda como en El Potro. La familia aparece como el espacio privilegiado para registrar esas tensiones: el ascenso público del artista amenaza la estabilidad de su mundo privado y pone en jaque algunos de sus vínculos afectivos.
Por otra parte, este subgénero biográfico se enfrenta con un tipo de espectador particular: el fan del artista. Ese espectador llega con un bagaje de conocimientos previos que definen expectativas precisas y, por lo tanto, lo vuelven un juez exigente. A la vez, el fan conoce mejor los aspectos públicos que los privados y, casi por definición, tiene una imagen enaltecida del artista: de ahí que pueda rechazar con virulencia los films que exponen las ambigüedades o incluso las miserias de sus protagonistas (como sucede en ciertas escenas de El Potro). Al explicar el proceso de investigación previo a la redacción de sus guiones, Muñoz explica: «Si bien nos interesa lo que opinan los fans, dentro de la investigación siempre les dimos prioridad a los familiares, al círculo más íntimo» (Dillon y Teramo, 2018).
A la vez, tanto Gilda como El Potro incorporan a fans reales para interpretar a los seguidores de los artistas en las escenas de recitales. «Cuando los fans participan de las películas, les dan una pasión y un entusiasmo increíbles: lo que sienten es verdadero. Al captar eso, la cámara recibe una inyección de realidad», describe Muñoz (Dillon y Teramo, 2018). En esas escenas de recitales, las películas de Muñoz —sobre todo El Potro— quiebran la prohibición de que el protagonista mire a la cámara: en esos planos, el espectador cinematográfico deviene espectador musical y la cámara de cine funciona como una cámara televisiva. El film subraya, de esta manera, su voluntad de presentar lo real y de disimular su condición ficcional: el pacto de lectura —o, en términos de Chion (1993), el pacto de audiovisión— de la biopic se funda sobre la promesa del acceso a una verdad.
La biopic de artista es deudora del mito romántico que concibe al artista como genio, como individuo excepcional. Sin embargo, lo abandona en el mismo momento en que lo abraza: la biopic acude al mito (colectivo) para transformarlo en historia (individual). En términos de Custen (1992: 121), una operación frecuente en las biopics es la «normalización del genio» (la traducción es nuestra), es decir, la presentación del artista excepcional como un individuo común y corriente. Esta operación se verifica en los films de Muñoz, que toman distancia de la dimensión mítica que han adquirido sus protagonistas —particularmente Gilda—.
La primera película establece una distancia rotunda frente a la Gilda santa y opta por humanizar al personaje. Esa decisión queda clara en la escena en que Gilda rechaza actuar como sanadora, cuando una mujer le pide que toque la cabeza de su hija. De esa manera, la película rechaza explícitamente la idea de Gilda como santa —que, paradójicamente, es la que sustenta en cierta medida el impacto popular de su figura—. Ese aspecto místico de Gilda solo se reconoce en el texto que cierra el film, donde se menciona que «muchos la veneran como una santa» y que en el lugar del accidente se construyó un santuario. Pero la película de Muñoz decide no poner en escena la fe, sino —como su título lo indica— el amor (de Gilda hacia la música, de los fans hacia Gilda).
En las biopics de Gilda y Rodrigo, la «normalización del genio» se traduce en una estructura dramática que traza el ascenso de estos ídolos populares, hasta que esa trayectoria ascendente se ve interrumpida de pronto por la muerte. Los recortes temporales difieren en función de cómo se ha planteado el conflicto narrativo en cada caso: en Gilda hay una alternancia entre adultez y adolescencia, lo que requiere el trabajo de dos actrices para las diferentes etapas (Natalia Oreiro y Ángela Torres; también aparece una Gilda niña interpretada por Mía Urea). En El Potro, en cambio, el actor debutante Rodrigo Romero interpreta al personaje principal desde el comienzo hasta el final.
Esa trayectoria ascendente encuentra un punto de giro crucial en la nominación del protagonista, es decir, el momento en que adquiere su identidad de artista —su nombre artístico, que no constituye un seudónimo ya que funciona como un nombre más verdadero que el original—. Ese bautismo funciona como una anagnórisis: el protagonista llega a ser quien debe ser, asume finalmente su verdadero yo. En su clásico ensayo sobre la biografía, Bourdieu (1997) señala que el nombre propio es una de las instituciones fundamentales sobre las que se asienta la «ilusión biográfica»:
«El nombre propio se desgaja del tiempo y del espacio, y de las variaciones según los lugares y los momentos: gracias a ello, garantiza a los individuos designados, más allá de todos los cambios y de todas las fluctuaciones biológicas y sociales, la constancia nominal, la identidad en el sentido de identidad para con uno mismo, de constantia sibi, que requiere el orden social». (Bourdieu, 1997: 78).
Las películas apelan a la nominación para marcar el pasaje del yo privado al yo público: de Miriam a Gilda, de Rodrigo al Potro. En las narraciones de Muñoz y Viñes, ese pasaje ocurre una vez que el protagonista ha iniciado su «camino del héroe». En el caso de El Potro, el nombre artístico llega después de un rito de pasaje (el corte de pelo), una epifanía (la imagen del potro salvaje) y un desplazamiento (el viaje a Buenos Aires). Por medio de esas escenas, la película señala la transición desde la adolescencia hacia la madurez. En esa transición, Rodrigo deja de ser «el Bebote» y se convierte en «el Potro». Los viajes (en micro o en tren) operan como procesos de transformación que conducen al artista a su destino, en un doble sentido: como consagración, pero también como punto de llegada, ya que tanto Gilda como Rodrigo mueren en la ruta.
4. Música tropical y plebeyización de la cultura
A fines de la década de 1990, la cumbia y el cuarteto atraviesan su propio rito de pasaje: cruzan el umbral de la cultura masiva y llegan a los hogares y las fiestas de la clase media, que se apropia de estos géneros populares. Alabarces (2018) ubica este desplazamiento en el marco de un proceso más amplio, que él denomina la «plebeyización» de la cultura argentina durante los años noventa. Según Alabarces, este proceso de plebeyización da cuenta de «los modos en que repertorios, prácticas y lenguajes marcados por su condición plebeya son utilizados por sectores medios y altos, y en ese proceso clausuran la posibilidad impugnadora de lo plebeyo» (2018: 20).
Los pocos años que transcurren entre la muerte de Gilda y el ascenso de Rodrigo —básicamente, la segunda mitad de los noventa— definen el ingreso de la música tropical (primero la cumbia, después el cuarteto) a la cultura mediática mainstream, más allá de su presencia en algún programa televisivo de nicho (como Pasión de sábado). Esa diferencia puede verificarse fácilmente hoy en YouTube, donde hay disponibles muchísimas imágenes de archivo de Rodrigo, pero pocas de Gilda.
El Potro reconoce este movimiento, que supone un paso más en el proceso de plebeyización que describía Alabarces: en la película vemos a Rodrigo en las revistas de espectáculos y en entrevistas televisivas, hablando de sí mismo más que de su música. Rodrigo participa de un circuito mediático que Gilda no conoció: ese circuito seguirá funcionando en torno a su figura incluso después de muerto, y volverá a activarse fuertemente con el estreno de la película, que suscitó varias polémicas entre algunos miembros de su entorno.
La plebeyización supone un desplazamiento de la cumbia y el cuarteto desde los márgenes (populares) hacia el centro (mediático). Gilda es tal vez la primera representante de la «cumbia para la clase media», un género que va a adquirir diversas inflexiones a partir de los años noventa —desde la cumbia villera hasta la cumbia cheta de la década de 2010—. Con respecto a la música de Rodrigo, el film de Muñoz explicita su condición interclasista en el texto que cierra la película: «Hoy Rodrigo con su música logró atravesar las distintas clases sociales y estar vivo en el corazón de la gente». Es probable que ese pacto interclasista que sostiene la popularidad de Gilda y Rodrigo haya constituido también la condición necesaria para que se volvieran protagonistas de biopic (el espectador de cine argentino es, mayoritariamente, un sujeto de clase media).
Las películas señalan la pertenencia de sus personajes a la clase media. En el caso de Gilda, esa pertenencia supone un bagaje musical distante del género que la lanzará a la fama. Además, implica un contraste —corporal, pero también de clase— con las figuras más importantes de la cumbia en aquellos años, como Lía Crucet o Gladys la Bomba Tucumana, con quienes se compara a la protagonista más de una vez. En una de las escenas iniciales, Toti (Javier Drolas) le pregunta a Gilda qué música le gusta: ella menciona a Charly García, Sui Generis, Tina Turner, Dyango y Franco Simone.
La primera canción que Gilda canta en el film es, justamente, una versión de Paisaje, el hit de Simone. Ingresar a la cumbia significa, para ella, adoptar una pronunciación, un modo de cantar diferente: lo primero que Toti le enseña a Gilda es que debe cortar las vocales finales. La narración sugiere que el pasaje de Miriam a Gilda implica un descenso de la protagonista desde la vida de clase media hacia el submundo de la cumbia. De hecho, en el film la carrera de la cantante despega luego de que ella desciende, junto a Toti, unas escaleras que la conducen a un tugurio subterráneo donde se reúne con el productor (Roly Serrano) que la bautizará como Gilda.
Otro rasgo crucial que destacan ambas biopics es que Gilda y Rodrigo no solo fueron cantantes, sino también compositores. En varias escenas se los muestra escribiendo a partir de sus experiencias: de ese modo se justifica el entramado que cada película efectúa entre las canciones del personaje y su devenir narrativo. En este sentido, el trabajo de Muñoz no solo buscó trazar paralelismos entre las letras y la trama, sino que incorporó las canciones en el orden en que fueron editadas. En la biopic musical, la banda sonora adquiere valor dramático y narrativo fundamental; esa función se advierte incluso en los títulos de los films, que apelan a canciones emblemáticas: No me arrepiento de este amor, Lo mejor del amor.
La cuestión del amor vincula ambos films, a la vez que los distingue. Por un lado, las dos películas están atravesadas por el melodrama y configuran triángulos que tensionan al protagonista entre el deber y el deseo (Gilda, entre Raúl y Toti; Rodrigo, entre Patricia y Marixa). Por el otro lado, el amor adquiere significados diferentes en cada historia. En las letras de Gilda proliferan las referencias a un amor ideal: amor a la música, al padre muerto o a un sujeto idealizado. El de Gilda suele ser un amor platónico: Amar es un milagro, define en la canción que da título al film, mientras que en otra (Un amor verdadero) describe «un amor que despliega las alas / un amor que hace nido en mi almohada / ese amor el que tanto esperaba / llegó a mi vida». En Rodrigo, en cambio, el amor se opone al matrimonio: Lo mejor del amor se refiere al vínculo con la amante («Dejo mi esposa, tú dejas tu marido»), mientras que en otra canción la expresión reaparece para evocar, una vez más, a una amante perdida («Cómo olvidarla, cómo olvidarla / si ella fue lo mejor del amor»).
Por otra parte, aunque la cumbia y el cuarteto son géneros alegres, la música original de ambas películas —a cargo de Pedro Onetto— tiene un tono melancólico. De esa manera, desempeña una función convencional de la música no diegética: orienta la interpretación de las imágenes (Gorbman, 1987: 18). En El Potro, la composición de Onetto funciona como un leitmotif o theme (Gorbman, 1987: 26) que suena al principio de la película y al final, y que irrumpe en algunos momentos del film, casi a modo de recordatorio: pese al aparente ascenso del protagonista, sabemos que la historia no terminará bien; bajo la picardía de las letras y la festividad de los ritmos de Rodrigo late una tragedia.
5. La biopic como ficción híbrida
A diferencia de otras biopics basadas en libros, para la escritura de los guiones Lorena Muñoz y Tamara Viñes realizaron un proceso de investigación que consistió en una serie de entrevistas a diferentes personas del entorno íntimo de los músicos: «Nosotros hicimos la investigación de cero. Planteamos un abanico de personas interesantes para entrevistar, siempre desde el lugar más personal o íntimo» (Dillon y Teramo, 2018). Ese proceso de investigación implica una doble tarea de selección: por un lado, la elección de los entrevistados; por el otro, el recorte del material que ingresará al guion y el descarte de lo que quedará afuera, por motivos de interés dramático pero también por razones éticas. «Hay cierta responsabilidad que tenés que tener sobre el personaje, porque estás exponiendo a alguien. Ahí se pone en juego tu mirada del mundo: en lo que contás, en cuánto exponés y cuánta compasión tenés por los personajes» (Dillon y Teramo, 2018). De esta manera, el guion de biopic configura una ficción híbrida, que combina la invención con el respeto por la verdad de los testimonios.
El posicionamiento ético de estas biopics queda claro al revisar los créditos. En ambos casos, las películas están dedicadas a los hijos de los artistas. La dedicatoria de Gilda se dirige a «quienes de una u otra forma fueron víctimas de esta tragedia»; la de El Potro, «a todas las personas que directa o indirectamente sufrieron la pérdida de un ser querido en este trágico accidente». Fabrizio Magnín, el hijo de Gilda —la otra hija, Mariel, murió en el accidente—, dio su visto bueno para la realización de la película. Ramiro Pacheco, el hijo de Rodrigo, no solo dio su consentimiento sino que además actuó en el film, interpretando a uno de los miembros de la banda de su padre.
En la biopic de artista, la pretensión de lo real orienta la tarea previa a la escritura del guion, pero no termina ahí: continúa —y se resignifica— en la recepción del film. Los estrenos de Gilda y El Potro estuvieron rodeados de repercusiones periodísticas centradas no solo en las habituales críticas de los films o en las entrevistas a su directora y actores, sino en polémicas en torno a su contenido protagonizadas por familiares, ex parejas o amigos de los músicos. De esta manera, los estrenos de las biopics funcionaron como acontecimientos periodísticos con un impacto mediático mayor del que tiene cualquier film de ficción pura. Algunos ejemplos de titulares: «El ex productor de Gilda la trató de mentirosa y tiró abajo el mito» (Abraham, 2016), «El ex manager de Gilda demandó a los productores del film» (El Independiente, 2016), «Todos contra Gilda: su propio ex la defenestró» (Muy, 2016); «En medio de la polémica por la película del Potro Rodrigo, Patricia Pacheco, la madre de su hijo, cuenta su verdad» (Monti, 2018), «Marixa Balli, furiosa por cómo la muestran en la película sobre Rodrigo Bueno» (La Nación, 2018), «Ulises Bueno rompió el silencio y habló de El Potro» (Infobae, 2018).
Como toda ficción, la biopic requiere la suspensión de la incredulidad. Sin embargo, por tratarse de una ficción híbrida, expone al espectador a una duda constante, que tensiona esa suspensión: ¿cuánto de lo que se ve es invención y cuánto está «basado en hechos reales»? Una primera respuesta puede surgir a partir de la distinción entre lo público y lo privado: la faceta pública del artista, por ser ya conocida, requiere algún grado de fidelidad. Esto incluye desde los gestos, la imagen o el modo de bailar del personaje, hasta sus declaraciones públicas.
En las películas de Muñoz, esa fidelidad se busca incluso en los detalles: por ejemplo, en la última escena de Gilda el personaje aparece con la misma ropa que tenía cuando murió; en El Potro, buena parte de los actores —entre ellos, Rodrigo Romero y Daniel Aráoz— son cordobeses, es decir, no necesitan imitar el acento (la excepción es Florencia Peña, cuya interpretación es la menos creíble del film). En las escenas íntimas, en cambio, el guion se ve forzado a inventar: la dinámica familiar, el mundo privado del personaje, los diálogos con su pareja o con sus hijos son esencialmente creaciones del guion (sustentadas en lo reconstruido a partir de los testimonios).
Tal vez una de las principales diferencias entre ambos films radique en sus opciones actorales: Natalia Oreiro es una actriz y cantante profesional, mientras que Rodrigo Romero era albañil hasta que fue seleccionado para el film por su parecido físico con el personaje. Esta diferencia puede pensarse a partir de la distinción entre los dos sentidos de mímesis: imitación y representación4. La política actoral de El Potro se acerca más a la primera concepción, mientras que la de Gilda se aproxima más a la segunda: si bien en ningún caso se trata de imitadores, el trabajo de Natalia Oreiro se inscribe en un film que demuestra un mayor trabajo de construcción narrativa y estética, una re-presentación de la historia de Gilda, mientras que en El Potro todo queda más cerca de la imitación y resulta más previsible. De todas maneras, como ficción híbrida, la biopic siempre está sometida al régimen de la verosimilitud y no al del reflejo o la pura copia.
6. La muerte como sacrificio fundacional
En Gilda y en El Potro, la muerte del protagonista no toma por sorpresa a ningún espectador, porque ese dato es conocido desde antes de ver la película y porque ambas narraciones trabajan la anticipación. De esa manera, en la ficción el final no resulta abrupto sino esperado: cuando lleguen las secuencias de los respectivos accidentes, habremos visto varias veces a los personajes en la ruta, en micros, de gira. Esa insistencia prepara al espectador y contribuye a naturalizar el desenlace trágico.
En la primera película, el accidente queda fuera de campo: se reduce a una luz de frente que invade el rostro de Gilda. La cámara elige acompañar a la protagonista, y el momento de la muerte resulta elidido. En El Potro, en cambio, la muerte es presentada desde una perspectiva diferente. No hay elipsis sino que vemos el accidente desde dentro del vehículo. Tras el choque, la cámara se queda dentro del auto, junto a Patricia y su hijo: vemos entonces que el asiento del conductor ha quedado vacío.
Sin esa muerte temprana, que constituye un factor común a las biografías de ambos músicos, no puede explicarse la dimensión que van a adquirir las figuras de Gilda y Rodrigo en la memoria colectiva. La centralidad de la muerte queda clara de inmediato en Gilda, donde tiene un carácter fundacional: da comienzo a la película y será retomada al final, trazando una estructura circular. De esa manera, la muerte funda tanto la narración (cinematográfica) como el mito (popular). Luego de ubicarnos temporalmente por medio de una referencia verbal («7 de septiembre de 1996»), la primera imagen de la película nos coloca dentro del coche fúnebre que traslada el ataúd de Gilda. Es decir: la cámara pone al espectador en el lugar del féretro, plantea literalmente un plano subjetivo de Gilda muerta. A través del vidrio mojado del coche vemos las manos, los rostros angustiados y las flores que dejan los fans mientras despiden a su ídola.
En El Potro también se plantea una estructura circular: la escena del comienzo —Rodrigo con el pelo teñido de rojo en el escenario del Luna Park— se retoma al final, justo antes de la muerte. El film construye una idea sacrificial de la muerte: no carga las tintas sobre la responsabilidad de Rodrigo en el accidente —a diferencia de Gilda, él iba al volante—, sino que sugiere que el protagonista es una víctima (de sí mismo, de la adicción, de las presiones). Tras la escena del choque, la película nos muestra por última vez a Rodrigo en el escenario: lo vemos persignarse y arrojarse sobre el público con los brazos abiertos en cruz, en una imagen que evoca a Cristo crucificado. La última imagen del film es la de Rodrigo sostenido por su público, mientras suena Me extrañarás: la película se queda con el Rodrigo que permanece vivo en el recuerdo de sus fans.
También en clave simbólica, en Gilda la secuencia de la muerte se intercala, por medio de un triple montaje paralelo, con el plano de la protagonista avanzando por un pasillo y la escena de ella cantando No es mi despedida. La imagen del pasillo permite pensar la muerte como pasaje, no como un final sino como un nuevo desplazamiento (el primero fue de Miriam a Gilda; el segundo, de Gilda-bailantera a Gilda-santa). Esta última canción formó parte del disco póstumo de la cantante, titulado Entre el cielo y la tierra (1997): la letra construye una voz que pide «No me olvides», un ruego que parece dirigido al espectador y que, a más de 20 años de la muerte de su autora, encuentra respuesta en la propia película y en la vigencia de Gilda y de sus canciones en la memoria colectiva.
El acontecimiento final —y fundacional— de la muerte incorpora a Gilda y Rodrigo a una amplia galería de artistas populares —en particular, músicos— que han tenido una muerte prematura, en medio del éxito de sus carreras. Rodrigo muere el 24 de junio de 2000, justo un mes después de haber cumplido los 27 años: los fans han reclamado su inclusión en el «club de los 27», que aglutina los nombres de músicos populares fallecidos a esa edad —entre ellos, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Kurt Cobain y Amy Winehouse5—. Desde el Werther de Goethe, la muerte del joven se ha constituido en un tópico romántico, asociado particularmente a la autodestrucción (sea por suicidio, adicciones o conductas temerarias, como en el caso de Rodrigo). Tal desenlace ha contribuido sustancialmente a la mitificación de estos músicos.
Eloísa Martín, la principal estudiosa de la devoción popular hacia Gilda, también encuentra en la muerte de la cantante —a los 34 años— una clave para explicar la proyección que alcanzará su figura: «Su muerte —inesperada, violenta, injusta— fue el catalizador que la consolida al mismo tiempo como una estrella, una santa y un ícono de la cultura popular contemporánea» (Martín, 2016). A diferencia de Rodrigo, que ya era una figura hipermediática cuando murió, en el caso de Gilda su celebridad se potencia luego del accidente fatal:
«En los años que siguieron a su muerte, la presencia de Gilda creció en visibilidad en el espacio público: decenas de notas periodísticas, tanto en revistas populares cuanto en diarios de amplia circulación, libros, programas especiales en canales de aire…» (Martín, 2007: 32).
Junto con la fama empieza a crecer la devoción, alimentada por las «prácticas de sacralización» de sus fans, que configurarán a Gilda como un ser excepcional, capaz incluso de hacer milagros.
Como ya hemos señalado, el guion de Muñoz y Viñes toma distancia de la faceta «sobrenatural» de Gilda, por ejemplo incorporando una escena en la que la protagonista rechaza explícitamente ser tratada como una curandera, y omitiendo de la banda sonora la versión que Gilda grabó de Jesucristo, la canción de Roberto Carlos. De todos modos, la película incluye algunas referencias religiosas, como la escena que reconstruye la sesión de fotos para la portada del disco Corazón valiente (1995), en la que Gilda aparecía con un vestido azul y una corona de flores en la cabeza, mirando hacia el cielo. Esa imagen, que sugiere pureza y candidez —a contramano de las representaciones femeninas predominantes, al menos entonces, en el mundo de la cumbia—, evoca ciertas representaciones de la Virgen María y, no por casualidad, funcionará post mortem como el ícono que prevalece en las estampitas de la cantante-santa (Martín, 2007: 43).
Otra referencia religiosa aparece al final de la película, durante los créditos: en ese momento las voces de la Gilda adulta (Natalia Oreiro) y la Gilda adolescente (Ángela Torres) se unen para cantar a dúo la canción Solo Dios sabe, un cover de la versión en castellano de Charly García y Pedro Aznar, del tema God Only Knows de los Beach Boys. Esa canción —que no fue grabada por Gilda y constituye, por lo tanto, una licencia poética del film— sugiere, a partir de la unión de ambas voces, la superación de la escisión que atraviesa a Gilda durante buena parte de la narración. La protagonista se reconcilia con su pasado y con su deseo, abraza la música ya sin culpa: «Solo Dios sabe nuestros destinos», cantan las dos Gildas, en una composición que, escuchada al final de la película, impregna la trama de una concepción fatalista y a la vez religiosa (el destino humano es incierto, pero hay un Dios que lo conoce). El film asume así uno de los rasgos centrales que identificaba Bingham, para quien «la biopic es un género basado en el destino» (2010: 41).
La iconografía religiosa cristiana tiene una presencia más significativa en El Potro. La película incluye una cita a La Piedad de Miguel Ángel —vemos a Rodrigo recostado sobre el regazo de su madre—, en un gesto que parece indicar cómo pretende ser leída la biopic: con una actitud piadosa hacia a su protagonista. Así como intenta eludir la construcción de Gilda como una Virgen, Muñoz sí establece un diálogo entre la figura de Rodrigo y la de Jesús como víctima sacrificial. La presentación de la familia del cantante muestra, en primer lugar, a la madre rezando en un altar casero (Betty es una madre devota, como María). Además, el personaje de Rodrigo usa un colgante con la imagen de Cristo crucificado; sus manos vendadas en el último tramo del film pueden remitir a los estigmas. Finalmente, las tres escenas de llanto de Rodrigo, en las que el protagonista reconoce una pérdida —pérdida del padre, pérdida del hijo y pérdida de sí mismo por las drogas— podrían remitir a las tres caídas de Cristo en el Vía Crucis. En la última escena de llanto/caída, Rodrigo se lastima con los vidrios del espejo roto: en una película que utiliza el espejo como símbolo del conflicto interior del protagonista, como metáfora de su lucha contra los propios demonios, esa ruptura puede leerse como un quiebre de la propia identidad del personaje y una anticipación de su final.
7. Conclusiones
En una de las últimas escenas de El Potro, cuando Rodrigo está en su camarín del Luna Park, vemos que tiene pegada en su espejo una imagen de Gilda. El guiño es más que un gesto de intertextualidad entre ambos films: señala también la afinidad entre las biografías y el impacto cultural de dos de las figuras más importantes de la música tropical argentina, signadas por una inmensa popularidad y un final trágico.
Como biopics de artista, Gilda y El Potro buscan humanizar a sus protagonistas, «normalizar el genio». Para eso toman distancia de la imagen mítica y ponen el foco en la intimidad del artista, sus vínculos familiares, los conflictos con su entorno afectivo y consigo mismo. En cierta medida, la biopic sustenta su legitimidad en la promesa de hacer ver aquello que, aun cuando pudiera haber sido imaginado por el público, no había sido visto nunca; en mostrar una verdad del personaje que no estaba a la vista.
Aunque responden a esquemas similares, los dos films se diferencian en sus aproximaciones al personaje principal. Más allá de sus diversas opciones actorales, la narración de Gilda logra una mayor cercanía con su protagonista y construye un personaje más profundo, que facilita la identificación con el espectador. En El Potro, en cambio, hay más distancia hacia el protagonista y, por momentos, la narración prioriza el punto de vista de Patricia. Quizás el hecho de que la dirección y el guion estuvieran a cargo de mujeres contribuya a explicar esa diferencia en la enunciación fílmica, que logra construir una mirada más sensible y una mayor empatía con Gilda, si bien el personaje de Rodrigo también recibe un tratamiento piadoso.
¿Por qué Gilda y Rodrigo ocupan un lugar tan relevante en la cultura argentina? ¿Qué los diferencia de otros referentes de la música tropical, o de las estrellas de otros géneros musicales? Como hipótesis, es posible pensar en Gilda y Rodrigo como figuras interclasistas: en cierto modo, ellos encarnan la conciliación de los gustos estéticos de los sectores populares y los sectores medios, ofrecen una suerte de factor común que podría habilitar, sino un encuentro, al menos un diálogo interclasista. En la Argentina post 2001, donde la desigualdad no ha dejado de profundizarse y las brechas se han naturalizado, las figuras de Gilda y Rodrigo ponen en escena la nostalgia por lo que Svampa (2005: 47) llamó la «excepcionalidad argentina»: una estructura social más homogénea que la del resto de los países latinoamericanos, que habilitaba una mayor integración social y una cierta confianza en la movilidad ascendente.
Las biopics de Gilda y Rodrigo recuperan a estos artistas en un momento en el que esa aspiración colectiva se ha perdido. El estreno de Gilda, en 2016, sucede durante los primeros meses de un gobierno que comenzó, literalmente, con el Presidente y la Vicepresidenta bailando y cantando No me arrepiento de este amor en el balcón de la Casa Rosada, el 10 de diciembre de 2015. Esa escena sintetiza la centralidad que ha adquirido la música de Gilda y grafica la apropiación de ciertos géneros populares por parte ya no de la clase media, sino de la élite dirigente —que solo puede bailarlos y cantarlos de manera irónica, deliberadamente mal—. A la vez, en esa escena puede leerse el fin de la promesa que encarnan Gilda y Rodrigo, el abandono definitivo de esa posibilidad de integración entre clases, que ahora subsiste solo como un gesto satírico, como un proyecto fallido que la sociedad y sus representantes han abandonado.
Referencias bibliográficas
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1 En Lacan, lo real forma parte de una tríada conceptual que se completa con lo simbólico y lo imaginario. Aquí lo real es aquello que resiste a la simbolización y, por lo tanto, no puede ser representado.
2 Durante la escritura de este capítulo, en 2019, ambos artistas rondaban un promedio de 700.000 oyentes mensuales en Spotify. La cifra ratifica la vigencia de sus canciones, y los ubica entre los artistas argentinos no activos más populares. Si bien Spotify no publica estadísticas exhaustivas sobre los consumos de sus usuarios, el sitio Che Loco! (2019) hace un seguimiento de los artistas argentinos en esta plataforma de streaming musical.
3 Jenkins utiliza el concepto de franquicia transmediática para explicar la dinámica de las industrias culturales en la era de la convergencia: «La lógica económica de una industria del entretenimiento horizontalmente integrada, es decir, donde una única empresa puede extender sus raíces por todos los diferentes sectores mediáticos, dirige el flujo de contenidos a través de los medios» (2008: 102). De lo que se trata, para el autor, es de promover distintas vías de llegada al público entendido como consumidor: «Cada entrada a la franquicia ha de ser independiente […]. Cualquier producto dado es un punto de acceso a la franquicia como un todo» (2008: 101).
4 Ricoeur enfatiza que la mímesis implica siempre una operación activa de elaboración y transformación de lo real: «Si seguimos traduciendo mímesis por imitación, es necesario entender todo lo contrario del calco de una realidad preexistente y hablar de imitación creadora. Y si la traducimos por representación, no se debe entender por esta palabra un redoblamiento presencial como podría ocurrir con la mimesis platónica, sino el corte que abre el espacio de ficción» (2004: 108). Para Ricoeur, la representación es una tarea creadora; mímesis implica siempre poiesis.
5 Todos estos artistas han sido —o serán pronto— objeto de biopics: The Doors (Oliver Stone, 1991), en la que Val Kilmer interpretó a Jim Morrison; Last Days (Gus Van Sant, 2005), sobre la muerte de Kurt Cobain; Jimi: All Is by My Side (John Ridley, 2013), sobre la vida de Jimi Hendrix. Con respecto a las mujeres, distintos medios ingleses informaron que en 2019 comenzaría a filmarse la biopic de Amy Winehouse, producida por su padre (luego del documental Amy, de 2015, ganador de un premio Oscar); mientras que para 2020 está previsto el estreno de un film sobre Janis Joplin protagonizado por Michelle Williams.