La investigación en Comunicación en España.
Luces y sombras
Enrique Bustamante
Presidente de la AEIC (Asociación Española
de Investigación de la Comunicación)
Referencia de este artículo
Bustamante, Enrique (2018). La investigación en Comunicación en España. Luces y Sombras. En: adComunica. Revista Científica de Estrategias, Tendencias e Innovación en Comunicación, nº15. Castellón: Asociación para el Desarrollo de la Comunicación adComunica y Universitat Jaume I, 285-288. DOI: http://dx.doi.org/10.6035/2174-0992.2018.15.14
La investigación en comunicación ha dado un salto cualitativo en las dos últimas décadas en España. Pero sigue arrastrando vicios estructurales, agravados con la crisis financiera, que ponen en cuestión su relevancia y su compromiso social.
En las tres últimas décadas, hemos visto cómo la Comunicación ha pasado de una concepción restrictiva y limitada , -el periodismo, los mass media-, a situarse en el centro del funcionamiento neurálgico de todo el desarrollo de las sociedades contemporáneas, de las Sociedades del Conocimiento. En permanente renovación, en interacción con la innovación de la convergencia telemática, la comunicación social atraviesa transversalmente hoy todas las actividades sociales. Además, las NTIC han venido a poner de manifiesto con renovada fuerza la evidencia de que la comunicación está indisolublemente vinculada a la cultura contemporánea, como dos resortes inseparables de la producción, circulación y uso de los bienes simbólicos en la sociedad.
Esto no significa apelar a las ciencias de la comunicación con pretensiones imperialistas, sino concebirlas justamente como encrucijada de caminos disciplinares múltiples, que se enriquece cada día con las aportaciones realizadas desde las perspectivas diversas de las ciencias sociales, pero también como objeto de estudio singular y específico, sin el cual la tecnología carece de sentido alguno.
La docencia en comunicación parece haber reaccionado a ese cambio sustancial en los años 90 y en el nuevo siglo XXI en relación a la situación de penosa emergencia y penuria de los años 70 y 80: conformada en España como carrera universitaria a partir de los oscuros mimbres profesionalistas y autoritarios de las escuelas oficiales, despegada de toda relación con la cultura y con las demandas sociales, sólo se irá renovando con la aportación de nuevas generaciones más abiertas a la democracia y a la investigación, más permeables al ambiente académico internacional.
Los años 90 y los 2000 traerán el despegue e incluso una cierta explosión de los estudios universitarios de comunicación. Hasta el punto de que, según evaluaciones recientes, en 2014-2015 funcionaban en nuestro país 95 titulaciones, en 59 centros diferentes, con unos 50.000 alumnos, más de 4.500 docentes y unos 10.000 graduados por curso (FONTA). Aunque puedan surgir dudas sobre la racionalidad de este despliegue a escala territorial y en relación a las especializaciones demandadas, o sobre la proliferación de minicentros de escasa infraestructura y solidez académica, parece evidente que refleja un notable éxito en la institucionalización de los estudios de comunicación, con su inseparable corolario en la investigación.
La investigación y sus publicaciones en el campo de la comunicación han seguido en paralelo este ascenso rápido. En una estimación reciente se calculaba así que existían (2014) más de 180 grupos consolidados de I+D en España, aunque en un mapa desequilibrado a nivel regional (concentración especial en Madrid y Barcelona) (FONTA). Y todas las recopilaciones recientes han dado cuenta del importante incremento de las publicaciones periódicas científicas y proyectos editoriales, de su densidad de artículos y monografías publicados, sobre el creciente grado de internacionalización conseguido, episódico e individual todavía en los años 80.
Sin embargo, los ya numerosos balances realizados sobre los objetos, perspectivas y métodos de esa masa intelectual detectan también serias desviaciones y defectos endémicos, que vienen desde los años 90 pero parecen perpetuarse: el «productivismo cuantitativo» privilegiado frente a las aportaciones originales al conocimiento; el predominio descriptivo, experimental, «contenidista» (centrado en los contenidos de los medios y no en sus actores: creadores, emisores, editores o productores, usuarios); y curiosamente también la eterna centralidad de los objetos periodísticos frente a la reseñada trascendencia transversal de las nuevas redes. Asimismo y congruentemente con esas conclusiones, se han señalado los déficits conceptuales y teóricos habituales, el escaso rigor metodológico, la falta general de un compromiso social, incluyendo la despreocupación por la transferencia a la sociedad de los resultados (MAPCOM; A. Castillo; M. Martínez Nicolás; E. Saperas).
Sería fácil atribuir a la banalidad de los tiempos modernos esas desviaciones, pero ello implicaría olvidar que junto a las evidentes virtudes de la formalización de la carrera universitaria y científica, potenciados desde la aparición del programa Academia y del Espacio Europeo de Educación Superior convenido en Bolonia, -protocolos, valoración por pares, agencias independientes- se han deslizado vicios estructurales que refuerzan en ocasiones los defectos históricos.
En una enumeración de síntesis podríamos así destacar:
La proliferación de indicadores cuantitativistas de la investigación, sin espacio para la evaluación de la calidad o de la originalidad, que impulsa una productividad muchas veces imposible; frecuentemente, rodeados de una avalancha de protocolos formalistas que agostan la innovación.
La cesión de la soberanía científica española (CSIC, ANECA) y europea a Index de impacto sostenidos por multinacionales anglosajonas, que privilegian sistemáticamente el inglés y a las revistas estadounidenses, marginando a la producción europea y latina (especialmente, el ISI de Thomson Reuters, o el Scopus de Elsevier, pero incluso aun mejorado el índice Hirsch recontado por estos o por Google).
La desvalorización cambiante por esas mismas agencias de la publicación de monografías y de la participación en Congresos de relieve, que ha venido a marginar actividades centrales de las prácticas investigadoras e incluso a generar brechas profundas entre investigadores (los séniors publican libros, los jóvenes publican artículos en busca obsesiva de las «estrellas Michelin»; Los jóvenes leen y citan pocos libros, los séniors no siguen las revistas).
La injerencia de numerosos poderes políticos y económicos que, so pretexto de la rentabilidad de la investigación (convocatorias competitivas, excelencia de grupos de I+D…), promocionan objetos de estudio economicistas o tecnologistas a corto plazo, censurando a la investigación de base, sobre temas incómodos, con conclusiones críticas, de rentabilidad social.
La crisis financiera desatada desde 2008 y las consiguientes políticas de austeridad lanzadas con su pretexto, coincidentes desgraciadamente con la aplicación del Plan Bolonia, han agudizado estas lacras de la investigación, precarizando el trabajo docente (y por tanto, investigador), desorientando a los jóvenes académicos sobre cualquier ruta promocional viable (funcionarial o laboral), desertificando y empobreciendo las convocatorias de proyectos de I+D, expulsando de la profesión a muchos jóvenes prometedores, obligando a los resistentes a una carrera de «BOE», atentos ante los cambios de orientación y regulación de las agencias de calidad. A la luz de ciertas comparaciones realizadas (la Comunicación acumulaba entre 2007 y 20014 un 7 % por ciento de las tesis en Ciencias Sociales, pero sólo un 2 % de los proyectos concedidos de I+D; MAPCOM, A. Barranquero), parece claro que los campos académicos emergentes están sufriendo este deterioro por encima de la media.
En plena crisis de la investigación quizás podamos encontrar el camino para un nuevo reverdecimiento del pensamiento original y crítico, una nueva etapa de salto hacia delante de la reflexión sobre la comunicación social actual y futura. Quizás sea conveniente plantearnos la propia legitimación de la investigación social, como hace años preguntaba Héctor Schmucler: ¿investigar para qué, para quién?.
Sin ninguna pretensión de retrotraernos al anárquico panorama de los años 80, cabe la posibilidad de restaurar el eje en la originalidad y la calidad de la investigación, manteniendo controles y garantías por medio de agencias realmente independientes del poder político, integradas por nuestros pares –investigadores designados por sorteos imparciales y no arbitrariamente y a dedo. Quizás, es posible, que la propia Unión Europea o, al menos, los Gobiernos de los países europeos latinos, se planteen seriamente de una vez consensuar con el mundo científico de sus países la construcción de nuestros propios Índices internacionales, para revistas y editoriales de libros, en papel y en digital, que garanticen condiciones formales básicas y de rigor científico, pero que se centren también en el examen de las aportaciones demostradas al conocimiento humano. Quizás entonces el diálogo de igual a igual con el mundo anglosajón, a su vez complejo, sea posible.
Ojalá la Comunicación recupere a través de múltiples investigaciones empíricas la capacidad teórica heurística para reconstruir una ambición totalizadora susceptible de revelar la complejidad de la evolución de la comunicación social sobre la sociedad entera, y de restaurar la capacidad trascendental de crítica de la realidad, con su corolario imprescindible de interrogantes sobre cómo podría ser la comunicación – y la sociedad democrática- de otra forma, por otras vías, en beneficio del «interés de los más» como reclamaban Walter Benjamin o Bertold Brecht hace 90 años. Quizás la investigación encuentre, a partir de su actual y rotunda depresión, el camino que perdió hace ya varias décadas.
No tenemos ciertamente la seguridad de que esto vaya a ocurrir, pero las grandes crisis han sido muchas veces las parteras mayores de la historia. Mantengamos al menos la esperanza, mientras damos pasos que la hagan posible.